Hoy muy pocos hablan en Estados Unidos de la ?Nueva Economía?. Muchos prefieren olvidar el entusiasmo con el que promovieron la idea de que habían superado las vicisitudes de los ciclos económicos, así como que era posible un crecimiento sostenido de la economía estadounidense y de las utilidades de sus empresas.
Recuerdo que en la cresta del entusiasmo por la Nueva Economía, allá por el año 2000, sus defensores afirmaban que el ciclo de negocios pronto sería un anacronismo. El entonces director de investigación de inversiones de CS First Boston, Michael Mauboussin afirmó que ?En una economía basada en el conocimiento, no hay limites al crecimiento?.
Muchos fueron los expertos que, en ese contexto, previeron un futuro maravilloso para los mercados bursátiles. Proliferaron libros festinándoles un desempeño espectacular, con títulos como ?Dow 36,000? de James Glassman y Kevin Hassett, que se publicó en 1999; y ?The Fourth Mega-Market: Now Through 2011, How Three Earlier Bull Markets Explain the Present and Predict the Future?, de Ralph Acampora, Jefe de los analistas técnicos en Prudential Securities, que se publicó en septiembre de 2000.
Los promotores de la Nueva Economía contaron relatos como esos todos los días. Pero estas crónicas entretenidas no significa que sean verdad. Y el tiempo demostró que no lo eran. Paradójicamente, su argumento más atractivo resultó ser sumamente frágil: que los niveles de los mercados bursátiles eran aceptables y podían surcar alturas mayores.
En su momento escribí que ?el argumento más perverso (de la Nueva economía)?es el de que el Dow Jones y el Nasdaq alcanzarán la estratosfera?. Los niveles que entonces preveían los analistas bursátiles suponían un alza anual de 13 a 15 por ciento en las utilidades corporativas. En ese entonces señalé que dichas cifras eran absurdas. Mi posición se basó en aritmética simple: ?El crecimiento promedio anual del PIB nominal de Estados Unidos es alrededor de 5 por ciento. Si cualquier componente del PIB crece por largo tiempo más rápido que el total, por la magia del interés compuesto acabaría absorbiéndolo todo, lo que no tiene sentido. ?
La naturaleza del ser humano parece ser que no logra aprender de las experiencias. Siempre encuentra una razón para explicar porqué las cosas van a ser distintas a los tropiezos del pasado. Las advertencias de quienes en su momento calificamos esas previsiones como infundadas, fueron no sólo desdeñadas, sino en muchos casos ridiculizadas.
Muchos analistas insistieron que el desempeño bursátil era distinto al de otras épocas. Para ellos la revolución informática validaba las cotizaciones tan elevadas de las acciones que, aún en los casos donde no habían obtenido un centavo de utilidades, el mercado valuaba en miles y decenas de miles de millones de dólares. Es más, empresas tradicionales con utilidades también se cotizaban a precios que se antojaban insostenibles. Los precios de las acciones de las empresas que mostraban mejor desempeño en sus utilidades, eran las que más crecían, lo que generó un esquema perverso de incentivos que llevó a los ejecutivos de varias compañías a maquillar sus resultados, mediante prácticas contables irregulares. Poco a poco aparecen empresas que distorsionaron sus números financieros. Los mercados han sido despiadados con ellas. Enron y WorldCom, los dos ejemplos más notorios de esta práctica se acogieron a la protección de la corte en un proceso de quiebra, y han visto desplomarse el precio de sus acciones a unos cuantos centavos de dólar. Algunos comentaristas han señalado sarcásticamente que en vez de ?nueva economía?, quizá sería más apropiado hablar de ?nueva contabilidad?, porque si bien el desempeño macroeconómico fue espectacular, las noticias recientes muestran que esa no fue la realidad para los resultados de muchas empresas.
La víctima principal del maquillaje contable ha sido la confianza. La confianza de los inversionistas en la calidad de sus capitanes de empresa y los números que presentan para medir su desempeño, se ha visto duramente dañada por la pirotecnia contable y la ilusión de crecimientos de doble dígito en sus utilidades.
Los inversionistas no saben ahora a quién creerle, y lo peor de todo es que ahora cuestionan no sólo los números de empresas nuevas pero en desgracia como Enron y WorldCom, sino también los de corporaciones tradicionales como General Motors y General Electric.
No dudo que haya más empresas que adulteraron sus números para presentar utilidades que nunca existieron y que algunos inversionistas se alejarán definitivamente de los mercados. La presión es particularmente alta para quienes llegaron tarde a la fiesta y pagaron los precios más elevados, puesto que para ellos el desplome ha sido brutal. Peor aún, algunos economistas consideran que todavía habrá caídas adicionales en los indicadores bursátiles.
Las principales lecciones de este tropiezo es que el ciclo económico no ha desaparecido; y que es un absurdo concluir que las reglas económicas fundamentales han sido abolidas. Debemos evitar, sin embargo, que la reacción virulenta de los inversionistas y la caída estrepitosa de los mercados financieros nos lleven a negar la existencia de uno de los aspectos más positivos de la Nueva Economía: El incremento en la productividad. Existe una mejora importante, aunque no espectacular en la productividad, lo que en sí es suficiente para esperar mejores perspectivas de largo plazo, una vez que se purguen los excesos del período especulativo reciente.
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