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“Clásicos” para hoy

Ma. Asunción Del Río

El trabajo académico permite al maestro experiencias hermosas, como el asombro reflejado en un rostro que descubre algo inesperado, la sonrisa satisfecha del que logra dominar un contenido o la luz en la mirada del que aprendió un concepto nuevo.

Y cuando los alumnos son jóvenes adolescentes, la experiencia se convierte además en un contacto con el mundo, sus intereses y valores en plena actualidad. Son estos jóvenes (que han pasado la etapa de dependencia total de la enseñanza básica y todavía no están en la del compromiso del que se prepara para ser profesionista), los que comienzan a gozar y a hacer completo uso de su libertad, los que nos dan la verdadera dimensión de lo que pasa, lo que se desea y lo que se piensa.

Trabajo con estudiantes que, a punto de terminar su preparatoria, están entrando al universo de los clásicos. Por fortuna el sistema ha mantenido en sus planes de estudio estos cursos, desoyendo las opiniones que de manera tan frívola como poco razonable aconsejan que nos limitemos a la lectura de textos actuales, dejando de lado los “vejestorios obsoletos” llamados clásicos.

Claro que el consejo revela falta de conocimiento y jamás podría proceder de quien los ha leído, los conoce y disfruta de sus efectos. Porque la lectura de un clásico es lo suficientemente poderosa para dejar su marca indeleble en el lector, aun cuando se lea en tiempos como los que vivimos, donde lo efímero, lo superficial y lo fácil quieren imponerse al esfuerzo intelectual y emocional que requieren los textos importantes.

Uno de los argumentos de quienes desestiman la lectura clásica es la necesidad de ocuparse de libros actuales, que ayuden a entender el momento presente. Sin embargo, si la actualidad es el hombre y de éste nos interesa algo más que su forma de vestir o divertirse, los medios de transporte que emplea o las cosas que compra, entonces los clásicos siguen siendo más enriquecedores y prácticos para el bien vivir y el mejor actuar que el último best seller. Y no se trata de imponer uno, son tantos y tan variados los textos clásicos, que cada quién puede elegir el que más le plazca para su disfrute o para su aprendizaje y hacerlo suyo. No es preciso atiborrarnos de lecturas, aunque para elegir haya que conocer.

Tan sólo se requiere darles la oportunidad de hacerse presentes en nosotros, hasta que confirmemos la aseveración de Italo Calvino: “Tu clásico es aquél que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él”. Ésta sería una razón suficiente para buscarlos y leerlos; sin embargo, hay muchas más. Lo único que no podemos hacer, si tenemos el privilegio de saber leer, es ignorarlos.

Otra propiedad que tienen los verdaderos clásicos es su adaptabilidad a múltiples situaciones y esa especie de mensaje en perpetua regeneración y crecimiento que son capaces de brindarnos: sin importar dónde y cuándo se escribieron, son universales y son actuales. Pienso, por ejemplo, en lo que ocupó nuestras últimas clases y que, llevándolo al plano extraescolar, me permite ubicar mi realidad del siglo XXI.

Dante Alighieri vivió en una época distinta a la nuestra, aunque también con múltiples semejanzas: Florencia, finalizando el siglo XIV, se debatía entre los poderes del Sacro Imperio Romano Germánico y los de la Iglesia, apoyados respectivamente por güelfos y gibelinos, cuyos desacuerdos internos no eran muy diferentes a los que ocurren hoy en el seno de nuestros partidos políticos.

La feroz lucha entre ambas fuerzas tuvo como hilo conductor y objetivo común el mismo de los movimientos políticos actuales: la obsesión por el poder. Dante apoyaba al papado; sin embargo, el tiempo y las circunstancias lo llevaron a cambiarse de bando (como no pocos políticos de nuestros días), convencido de que la administración del Imperio podía beneficiar más a la sociedad italiana, que una Iglesia a la sazón corrupta y cuyos métodos y objetivos resultaban cuestionables. El partido gibelino sufrió una escisión, la autoridad papal se impuso y Dante, como muchos otros, sufrió las consecuencias. El resultado fue el exilio y con él la composición de uno de los clásicos más notables de la literatura universal: La Divina Comedia.

Al margen de su extraordinaria fantasía y de la capacidad del autor para sintetizar elementos, ideas y valores del mundo antiguo (pagano) y del mundo medieval (cristiano), así como de la filosofía y la realidad, la teología y la imaginación popular, la ciencia y el arte, y a pesar de su naturaleza contradictoria, hacerlos actuar en perfecta armonía y expresarlos en una realidad literaria hermosa y convincente, lo que en este momento se impone para la reflexión y el comentario va más allá de lo artístico. Se trata del carácter universal del texto, la posibilidad de aplicar la ética del artista a un mundo tan distante en tiempo y espacio como el nuestro y la claridad de pensamiento que le permitió prever situaciones como las que aquejan al hombre moderno.

Perdido en la selva oscura de sus pasiones, de una existencia que ha violentado la moral y la natural tendencia al bien; acosado por las tentaciones que se agudizan cuando se experimenta el fracaso y se empieza a envejecer, Dante comprende que debe hacer un examen de conciencia, reflexionar, cambiar el rumbo y tomar decisiones moralmente aceptables para recobrar su libertad, basada en el bien y la verdad.

Por gracia divina, recibe la oportunidad de recorrer los reinos de ultratumba: Infierno, Purgatorio y Paraíso y observar en el destino eterno de otros, las consecuencias de sus propios actos. A través de su maravilloso viaje y mientras se relaciona con almas condenadas y bienaventuradas, espíritus malignos y angélicos, personajes de ficción o contemporáneos suyos, se desarrollan ideas importantes sobre la conducta humana, la vida social y familiar, los sentimientos y las leyes, vicios y virtudes, costumbres, educación, ejercicio del poder, apetitos desenfrenados y dominio de la voluntad.

Por supuesto que la obra implica juicios, pues el autor se permite condenar, redimir y beatificar a sus innumerables personajes, aplicando un criterio personal. Pero aun éste se justifica en el respeto o la violación de valores que son eternos y universales. Así, los pecados corporales son castigados, pero no tan duramente como los intelectuales, pues más culpa tiene el que piensa y aplica su mente y voluntad en la ejecución del mal, que el que se deja llevar por sus instintos, sin razonar sus actos. Por eso para Dante son más leves los pecados que se satisfacen en el cuerpo -nuestro común denominador animal- (lujuria y gula), o en la posesión y/o descuido de cosas (avaricia, deterioro ambiental), que los que burlan la confianza, siembran el escándalo, promueven el engaño o desatan la violencia. No hay perdón para el abuso, el fraude y la traición.

Si en ejercicio de la propia imaginación estuviéramos en posición de juzgar a nuestras autoridades, si por un momento pudiéramos ubicar en algún lugar de condena eterna o transitoria -por ahora la Gloria les quedará vedada- a gobernantes, autoridades civiles y religiosas, comunicadores, formadores de opinión, maestros, profesionistas, padres, hijos, empleados, directivos, estudiantes, responsables de cualquier quehacer... ¿dónde quedaríamos, según nuestras obras?

Habrá que pensar –todo cinismo aparte- qué parte de nosotros consentimos más y cuál pudiera iluminarnos o sumirnos para siempre en la gran oscuridad. Me parece que nadie se salva del escrutinio dantesco: avaros y desperdiciados, negligentes e iracundos, indiferentes o cachondos, adivinos, perezosos, irresponsables, ladrones, malintencionados, hipócritas, envidiosos.

Los que aprovechan los privilegios de su cargo para su propio bienestar, los que ofertan artículos caducos, o suben precios para fingir rebajas, los que copian lo que no les pertenece (llámense exámenes, libros, diseños, música, pasaportes, tarjetas de crédito o títulos profesionales); los que abusan de su edad, de su fuerza, de su condición económica o de su poder para imponer maltrato, multas, sanciones, rigor físico o cualquier clase de dominio al indefenso y débil. Para todos hay lugar; si no lo cree, compruébelo leyendo esta Comedia llamada “divina”, por quienes tal vez temieron identificar en ella su propia humanidad.

Es importante volver a la lectura de los clásicos; ellos nos abren puertas a la reflexión, iluminan nuestro pensamiento y proporcionan alternativas de juicio o posibilidades de acción cuando las necesitamos. En los clásicos podemos descubrir culpas, pero también encontrar soluciones. Qué distinto sería el trabajo de legisladores y jueces, si en vez de oponerse a todo o preocuparse por lo que pasa en Big Brother, especularan sobre el lugar que ocuparán por sus acciones en el más allá, o mejor aún, si leyeran los consejos de gobierno de Don Quijote a Sancho. En opinión de mis alumnos, que comparto plenamente, otro gallo nos cantaría.

ario@itesm.mx

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