Hace unos días vimos la película “El Americano Impasible” (The Quiet American), con Michael Caine haciendo un papelazo (en el buen sentido), y un extrañamente adusto Brendan Frasier como el enamorado agente de la CIA (es decir, extrañamente después de haberlo visto como Jim de la Jungla o engañado por el diablo en la figura de Liz Hurley). La aparición de esta reciente adaptación fílmica (hubo otra, bastante blanda, en 1958) de la maravillosa novela de Graham Greene no pudo haber llegado en momento más propicio y adecuado.
Como era de esperarse, la cinta se enfoca más en la cuestión sentimental (como tiene que ser con Hollywood) y en los dilemas éticos (como tiene que ser con el maestrazo Greene) que con el ángulo político de la trama, que no deja de ser filoso. Sin embargo, si no mal recuerdo (la leí hace unos veinte años o por ahí, y mi biblioteca está, ¡ay!, a 3,500 kilómetros), en la novela se hace bastante más énfasis en cómo los americanos se meten en camisa de once varas con una ingenuidad e ignorancia escalofriantes... y las terribles consecuencias que ello acarrea. El Americano Impasible del título (el cual me gusta más que el de “Callado”, que no dice nada en realidad) llega a Viet Nam creyendo que con su “estatura moral” puede salvar al país de las garras del comunismo e imponerle la democracia y la libertad, según entiende estos conceptos. Para él todo es simple y sencillo, y con tal de conseguir sus objetivos no duda en utilizar los personajes y procedimientos más turbios, bajo el supuesto de que en última instancia él sabe lo que es mejor para la gente de ese pobre país. Por supuesto, lo que consigue es empeorar la situación y termina masacrando a quienes según él iba a salvar.
Lo interesante es que Greene presagió lo que iba a ocurrir con una década de anticipación: La novela apareció años antes de que Estados Unidos interviniera militarmente en el sudeste asiático y de que aquello se volviera la pesadilla en que se convirtió. Y mucho me temo que podemos retomar esas lecciones medio siglo después, y aplicarlas a los terribles tiempos que vivimos. Veamos por qué.
Desde el punto de vista del abrasivo y opiómano narrador de la novela (Caine en la película), el Americano Impasible es más peligroso precisamente porque su certidumbre moral lo lleva a posturas extremas, que anulan o dejan de lado cualquier antecedente o conocimiento mínimo del entorno que pretende mejorar. Él tiene la razón, él pelea por la libertad y ya. No le preocupa que a los dizque salvados les importe un cuerno lo que piensen los Estados Unidos ni su versión de la felicidad. En última instancia esa ceguera conducirá, todos lo sabemos, a My Lai, al Apocalipsis, ahora tan bien retratado por Coppola y a la famosa aseveración del General Westmoreland de que “tuvimos que destruir esas aldeas para salvarlas” (Sic). Pero en una novela ubicada en 1952-53, cuando la CIA hacía sus pininos, se nos presentan con fría claridad el bloqueo mental, el maniqueísmo cretino y la simplista ignorancia que van a ser tan frecuentes en la política exterior norteamericana de ahí en adelante y con los nefastísimos resultados que sabemos.
Todos esos elementos los estamos viendo en estos momentos. El Americano Impasible sigue igual de impasible y de ciego. Y va a volver a meter la pata.
Empezando porque a esta guerra sin pies ni cabeza los EUA están entrando esgrimiendo, de nuevo, una supuesta superioridad moral: Nosotros somos los buenos, dicen; y Saddam Hussein es el malo. Que Saddam es un tirano de la peor cepa nadie lo duda. El problema aquí es que, arguyendo saber perfectamente quién es el malo, EUA se arroga el derecho de derrocarlo, sin atender a ninguna convención internacional. Bajo el pretexto de una supuesta amenaza (que nadie ha visto por ningún lado), los Estados Unidos pasan por encima de la Carta de las Naciones Unidas iniciando lo que para todo propósito práctico es una guerra de agresión: No provocada y no sancionada por la ONU. Así pues, el precario sistema internacional de contrapesos, que de por sí nunca funcionó muy bien que digamos, está siendo hecho añicos por el país que, todo hay que decirlo, fue el que lo puso en marcha y con el que -pese a todo- nunca (en 53 años) se ha sentido cómodo.
Esto último es una manifestación más de lo miope que puede ser el Americano Impasible. EUA creó la ONU como un mecanismo multilateral que le resultaría útil después de la Segunda Guerra Mundial; pero no piensen que lo hizo con mucho entusiasmo. La ONU fue fruto de la necesidad y como tal la ha visto EUA durante toda su historia. Pocos políticos americanos han entendido lo que representa para buena parte del planeta y cuánto se mejoraría la imagen americana en el mundo si la tomaran más en cuenta. Mucho de la opinión pública americana y toda su clase política de derecha, consideran que estarían mejor sin la costosa burocracia y engorrosas resoluciones de la ONU (por no hablar de los neoyorkinos, que detestan a los diplomáticos abusones que no pagan estacionómetros, entre otras cosas). Según la obtusa y cerrada visión del Americano Impasible, el ventilar en una institución multinacional los muy distintos puntos de vista presentes en un mundo mayoritariamente no blanco, no cristiano y no occidental, es una pérdida de tiempo. Peor aún, representa una amenaza a la soberanía nacional de EUA. Cuando terminen de reírse, pónganse a temblar. Muchos políticos americanos de alto rango (y no sólo de la derecha cerril) realmente piensan eso. La tenacidad francesa y el desdén alemán de los últimos días no hacen sino alimentar esa paranoia.
El provincianismo del Americano Impasible le lleva a considerar que su visión de la democracia, la libertad y hasta la felicidad son las únicas posibles. Ese mismo provincianismo hace que se sorprenda ante el antiamericanismo que prevalece en buena parte de la Tierra (incluidos sus aliados políticos, como Canadá, o económicos, como México). Le resulta imposible concebir que otros no los consideren como “los buenos”. A treinta años de la retirada de Viet Nam, aquellas lecciones se olvidaron... o quizá nunca se aprendieron.
Ahora como entonces, EUA le va a dar de palos a un avispero que va a picarlo a él y a todo el vecindario. Se va a embarcar en una aventura cuyas consecuencias ni siquiera han sopesado. Que el Oriente Medio va a aplaudir un Iraq democrático (que nadie sabe de dónde o cómo va a brotar) y servirá de ejemplo es una mala broma que, pese a todo, Bush parece creer a pie juntillas. Este presidente, el de intelecto más limitado de los últimos noventa años (creo que hasta Reagan era menos tonto, lo que es decir) piensa sinceramente que está actuando en provecho de la Humanidad y es un adalid del bien... como Ernie Pyle, el Americano Impasible de Greene.
Y como en el caso de Ernie Pyle, esas buenas, miopes, cerradas intenciones empedrarán el camino de un infierno al que muchos, pero muchos inocentes serán conducidos.
Lo peor es que Bush le pone un ingrediente extra que ni siquiera Pyle tenía: La certidumbre religiosa de que Dios está de su parte, que el Creador es gringo y que es mandato divino el hacer del mundo un Paraíso calcado de los suburbios de Dallas. Un hombre al que no se le cae la palabra “Dios” de la boca nos previene en contra de los fundamentalistas islámicos. Dumbo hablando de orejas.
En todo caso, el Americano Impasible va a volver a meter la pata. Y ahora las consecuencias no las sufrirá sólo Indochina. Oh, no. Esto va a marcar las vidas de todos nosotros en mayor o menor medida. Y por quién sabe cuánto tiempo.
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