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“Guerra redentora”: un juego que todos perdemos

María Asunción del Río

Amparados en el discurso de todos los tiranos que se sienten salvadores del mundo, los Estados Unidos –mejor dicho el gobierno de George W. Bush, que no es lo mismo– y su alianza anglo-española, incluidas las demás hierbas olorosas que acompañan el caldo, arremetieron con todo lujo de fuerza y en vergonzosa desproporción contra Iraq, el pueblo abandonado y maltratado, ahogado en su petróleo, devorado y muerto de hambre por su sanguinario líder a perpetuidad, Saddam Hussein, el nefasto paradigma de egoísmo y crueldad que, como sabemos, debe a los Estados Unidos buena parte de su pericia militar, sus estrategias y pertrechos. Como si se tratara del único ser humano digno de existir, Hussein somete a su gente al sacrificio magno de entregar la vida como tributo necesario y justificado para preservar la suya abominable, que ahora pretende encontrar en la guerra la integración del Islam. Obcecado y terco, Saddam libra una batalla personal, la de su orgullo, esgrimiendo como arma principal el bloff, la sospecha, la desinformación, la posible posesión de armas biológicas que, finalmente, fue el pretexto para que se iniciara el ataque. Evidentemente habrá de morir, pero no sin antes llevarse entre los pies las esperanzas, la vida y la riqueza de la nación donde tuvo su origen –antes que en cualquier otra parte– el mundo civiliza-do.

Por su parte, Bush, el irracional, el vengativo, el tramposo, el poco inteligente, el fundamentalista tan réprobo como sus homólogos no cristianos, cuya perorata religiosa se contrapone a cada uno de sus actos; el caprichudo que ignora olímpicamente los lineamientos, acuerdos y votos de la ONU y de los consejos de seguridad, el sepulcro blanqueado que ordena disparar y festeja la puntería “quirúrgica” de sus misiles, mientras se golpea el pecho en oración que es blasfemia. Me maravilla el cinismo del líder norteamericano y sus fuerzas, que reclaman la falta de respeto del enemigo a los códigos de ética militar. ¿Cómo se atreven, cuando se lanzaron a la guerra –igual que con sus bombas de racimo– pisoteando convenios y figuras establecidos para preservar el orden y la paz entre las naciones?

La euforia de Bush y su entusiasmo al iniciar la guerra, cual si preparara un picnic largamente esperado, fue algo tan ofensivo que encendió la indignación y la protesta de una opinión pública sin fronteras. El mundo reprocha y seguirá reprochando este acto, porque sabe que había otras alternativas para la población iraquí; lo condena, porque entiende que la paz y la justicia no pueden justificar una guerra; es mentira que sólo la guerra conduce a la paz, como falso es que el desarrollo de un pueblo tiene que partir de su desintegración. Claro que el pueblo devastado por la lucha permanecerá inmóvil, sin fuerza ni ánimo ni razones para levantarse y caminar. Sin embargo, se equivocan las coaliciones que hoy o mañana cantarán victoria, cuando pretenden declararse también pacificadoras. A casi tres semanas de iniciados los ataques, inexorablemente, van extendiendo sus tentáculos a territorios más amplios del Medio y del Lejano Oriente (viejos y nuevos enemigos), porque éstos representan igual que Iraq, amenazas potenciales, lucha de liderazgos, riqueza económica, posible re-elección y, en su visión simplista de las cosas, la oportunidad de lograr la paz a través de la guerra. Sin embargo, la única paz que puede surgir de esto será la del sepulcro, porque cualquier otra (la del sometimiento al tirano, la de cambiar alimentos por petróleo, la de recibir el favor de una protección no solicitado, la “ayuda humanitaria” procedente de aquellos que dispararon armas prohibidas contra hospitales y escuelas, o la re-construcción de una nación a la que primero se bombardeó, pisoteó y sometió hasta aniquilarla), será una paz mentirosa, humillante e indigna.

No sabemos cómo vayan a resultar las cosas ni cuándo acabarán, pero sí que el saldo será malo y que con cada día que pase, la tragedia aumentará sus dimensiones y crecerá el rencor. La –imperdonable– muerte de civiles que caen cada día, alimenta el ánimo de los iraquíes y su determinación para defender a su patria, aunque finalmente vayan a perderla. Augura también, ahora sí, un terrorismo que permanecerá la-tente en el corazón y en la mente de cuantos, dispersos por todo el mundo, alberguen rencores contra quien causó y apoyó su desgracia, o contra quien permaneció indiferente ante su dolor. Y cualquier evento podrá ser propicio para desatarlo.

Me preocupa pensar en el destino de México y sus riquezas naturales (y las de cualquier otro país), como focos de interés para las superpotencias que carezcan de ellas o bien, que deseen incrementar las que tienen. ¿Cómo podremos defenderlas, si a uno de esos líderes sin freno ni ley se le antoja conseguirlas para apoyar su reelección o sanear sus finanzas? No me digan que es distinto, pues los índices de desempleo, la pobreza de las mayorías, la falta de oportunidades, la inseguridad generalizada y creciente, los abusos que victiman a los grupos indígenas, la entronización del narcotráfico y el desconocimiento de los más elementales derechos humanos, pueden ser tan buenos pretextos para atacar, razones tan válidas para emprender nuestra “liberación” por la vía militar, como la amenaza de las armas químicas, las maldades indiscutibles de Hussein o las barbas de Bin Laden.

Cuando el orgullo estadounidense fue herido de muerte con los atentados del 11 de septiembre, expresé mis temores ante la incertidumbre que a partir de aquel momento sentaría sus reales en el mundo. Entonces me llovieron reproches por tan pesimista actitud, comentarios irónicos sobre mi paranoia, palmaditas en la espalda señalándome que el nuestro, el de los mexicanos, era otro boleto. Qué lástima que el optimismo de mis consoladores no haya sido más efectivo que mi sospecha; qué pena que hoy estemos a merced de cabezas –que no corazones– cuyo razonamiento está dirigido por la ambición, cuyas acciones se miden en dólares y cuya voluntad la condicionan la venganza, el orgullo y el poder de las armas.

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