El autor de “La Región más Transparente’’ y tantas otras, narra con maestría una historia de luchas e intrigas shakespeareanas.
Con ritmo de policial y aires de parodia, Fuentes bosqueja un retrato del poder como vocación mexicana y drama político-narrativo.
La obra de Carlos Fuentes (México, 1928) es una pregunta por el poder, por sus formas políticas y su patología social, por su carácter temporal y su naturaleza sin fondo, por su deseo renovado y su acumulación deshumanizadora.
Una y otra vez, Fuentes ha narrado una y otra versión del poder, explorando su genealogía hispánica, su historia mexicana, su comedia latinoamericana, su tragedia actual. Y lo ha hecho en el relato no sólo de sus ocurrencias tópicas (la política, las clases sociales, el machismo, la corrupción), sino en su debate apasionado y sistemático (su violencia, su legitimidad), al punto de que su obra se puede leer como la más elaborada alegoría del poder en español.
Si Balzac se propuso representar la “Comedia humana’’ del destino social del sujeto moderno, Fuentes parece postular el “relato del poder’’ como constitutivo del destino político de la subjetividad de lo moderno. Por ello, éste es un relato barroco, hecho del contrapunto de sus variaciones virtuosas, que crean una lectura del poder como su alegoría; la interpretación tentativa de su vida, pasión y muerte.
La de Fuentes es una crítica de la racionalidad del poder establecido; una subversión de la lógica de lo moderno. Por eso, éste es un relato del poder en trance de crisis. En “La Silla del Águila’’, el autor desarrolla con mayor proyección analítica y libertad imaginativa estas preguntas por el poder como vocación mexicana, tipología política y drama narrativo.
El pretexto no podía estar mejor situado: La lucha en un sistema presidencialista y autoritario, cuyo carácter cíclico se abre en un futuro probable y no menos trágico que el pasado reciente. El futuro es aquí no la perspectiva de la utopía (proyecto moderno), sino de la sátira (contraproyecto postmoderno) y facilita una libertad referencial que no se basa en la historia, sino en un tiempo fluido y maleable, donde el narrador se permite toda clase de juegos, justicias poéticas y guiños literarios.
(Estamos en 2020, cuando el subcomandante Marcos ha desaparecido, César Aira ganó el Premio Nobel de Literatura, Juan Goytisolo y José Emilio Pacheco son sabios de más de 80 años, y Carlos Fuentes debe ser un novelista de la generación del “crack’’). Las voces se suceden en tanto “personas dramáticas’’, en un soliloquio escénico.
Hablan en primera persona desde el formato de la carta, pero más que construir una “novela epistolar’’ esta alteridad de voces levanta un teatro político de hablantes donde la primera persona les confiere el papel de actores y testigos, de víctimas y victimarios del poder.
Hablan en mensajes privados, graban cintas que deben destruirse, entre confesiones y amenazas, poniendo a prueba la obscena y magnífica tradición retórica de la confesión hispánica. El formato epistolar es, así, una estrategia narrativa fluida y feliz. Claro que no se trata de la carta como código de una sociedad letrada que confirma su identidad en los protocolos, sino del contrasentido social de la carta: Sirve aquí para conspirar, chantajear y manipular.
Fuentes maneja el soliloquio epistolar con desenfado y maestría: Hace hablar a sus personajes, pero recorta las voces en un montaje mayor. De hecho, ésta es una de sus novelas más argumentales, con ritmo de policial. Con todo, el género epistolar despliega una estrategia paródica, porque la distancia de leer cartas nos convierte en fisgones de la interioridad y el secreto.
La novela es una biografía del poder a través de su linaje, sus alianzas y rupturas y lo hace no sumando un poder representativo, sino un poder autoritario y mortal. Sólo el presidente es producto de una delegación: Asume todos los poderes y no ejerce ninguno directamente; para ser justo e inocente, deja que sus secuaces gobiernen con ferocidad. Su poder es total pero abstracto. Lorenzo Terán, prisionero en su palacio, participa en la lucha por sustituirlo.
Esa lucha tiene un estilo tribal. Pronto, todo está en juego: La honra, la fortuna, la vida. El vacío del sentido social del poder está declarado por el asesinato del candidato Tomás Moctezuma Moro (su figura recuerda al asesinado líder proreformista Luis Donaldo Colosio), cuyo radicalismo utopista lo convierte en un héroe civilizador pero lo condena como político.
Su historia intrigante es un tributo a la novela romántica. En cambio, la figura contraria es Nicolás Valdivia, cuya verdadera identidad es una máscara cambiante. Al final, su linaje se revela espurio, pero del todo teatral: Su nombre, su origen, su familia, su papel son falsos. Por eso mismo, encarna el poder como pura representación. En este escenario, la formidable María del Rosario Galván y su amante y aliado Bernal Herrera disputan la conspiración con nuevas conspiraciones, y dedican su pasión y talento político a sustituir a los usurpadores. Hacen de la mentira (como quería Lacan) una forma de la verdad. Hannah Arendt (en “Sobre la Violencia’’) advertía que un gobierno autoritario “no tiene nada en común con la tiranía, la dictadura o el modelo totalitario’’.
La autoridad se basa en “el reconocimiento incontestado por aquéllos a quienes se pide obedecer; ni la coerción ni la persuasión son necesarias (...), Permanecer en autoridad requiere respeto por la persona o el oficio. El mayor enemigo de la autoridad es el vilipendio, y el medio más seguro de minarla es la risa’’.
El estilo del gobierno representado por Fuentes se aviene a esta definición. Sólo que se trata de una autoridad paradójica, sostenida en su carácter contra-democrático y su estilo arcaico y patriarcal. La propuesta de Fuentes al debate sobre el tema es sistemática: Minarlo con la ironía crítica y la risa paródica; también con la comedia y el melodrama ya que estos políticos, al final, tienen sus orígenes en el folletín y el cine mexicanos.
Irónicamente, el ex-presidente que organiza la desaparición teatral del candidato utopista actúa como el Gran Inquisidor de Dostoievski, que apresa a Cristo acusándolo de ofrecer a los hombres autoridad y libertad, cuando ellos sólo quieren entregarle a cualquiera el “regalo de libertad’’ que han recibido al nacer. El candidato es una suerte de redentor, cuya segunda venida fue postergada por el Gran Político, un ex-presidente de ópera wagneriana.
Macbeth en México, después de todo, es capaz de anunciar que “Así se disipó, señor Presidente, el fantasma de Banquo’’. Y hasta podría concluir que hay tantos asesinados en la pieza de Shakespeare como en esta novela. Lo cual convierte a la ilegitimidad del poder usurpado en un montaje melodramático, donde los hijos sacrifican a los padres para rehacer el origen e inventarse una nación.
Nación, lo sabemos, viene de nacer: Sólo que nacer en el teatro de la política mexicana es el camino más largo y peligroso para imaginarse redimido. Pero si la legitimidad es un dilema del nacimiento, la política más imaginativa sería aquélla cuyo relato empieza por poner las cartas sobre la mesa, los documentos del origen conflictivo y las epístolas del desengaño para hacer del nacimiento una respuesta del futuro, de aquello que puede rehacerse.
“La Silla del Águila" es una sátira melancólica. Por un lado, despliega el barroco desengaño en la naturaleza del poder autoritario, pero por otro lado es una meditación mundana, “encabronada’’ y “cachonda’’. Una alegoría postnacional, donde el poder ya no es la mitología de Artemio Cruz, crucificado en el arte mexicano de la cruz, sino el “sonido y la furia’’ de una historia contada por un idiota, como en el dictamen de Shakespeare que pasa por Faulkner: en la última página de esta novela toma la palabra el hijo mongólico, cuya jerga rota es el único lenguaje cierto en el teatro de las ilusiones perdidas.
El niño idiota había sido abandonado por María del Rosario y Bernal, la pareja de amantes aliados que no pueden construir ya una familia mexicana porque la política les ha robado la libertad del romance familiar. O sea, de la nación como familia. En el idioma del idiota recomienza la novela, escrita como la respuesta del hijo a los padres perdidos, en el único lenguaje no corrupto, el que no se deja leer.
En una última ironía, los documentos del escarnio, el acta de fundación de la ciudad política, han desaparecido. Como en la parábola de “La Carta Robada’’, el cuento de Poe, esos documentos estaban en el lugar más evidente. Hemos, en efecto, leído una novela hecha de cartas robadas: no se pueden citar sin descubrir la indiscreción, como le escribe Bernal Herrera al presidente. Porque la “carta robada’’ es aquélla que lleva el escándalo de una verdad secreta cuya lectura confiere un poder capaz de poner en duda a los poderes. Esa fuerza de la verdad es un don de la imaginación.