I’ve got a strong urge to fly…
Pink Floyd, The Wall
Como pueden notar con aguda perspicacia, el título de esta humilde entrega fue tomado (hurtado, dirán otros) de la obra maestra del ídem Roger Waters. Pero esa frase la podía haber firmado cualquier hombre que en esta Tierra ha sido, empezando por el primero que se quedó turulato viendo a un albatros desafiar vientos de galerna; o a un zopilote dando perezosas vueltas en una corriente de aire caliente, navegando al pairo, en busca de carroña y sin pensar, cual diputado federal; o a un pícaro pelícano cayendo en kamikaze picado entre los encantos del agua del mar. Todos hemos tenido fuertes ansias de volar.
Los griegos, que todo lo sabían y todo lo escribieron, ¡bah!, nos cuentan la historia de Ícaro, el cual se convirtió en símbolo no sólo de lo que puede avanzar la tecnología de la cera, sino de lo que pasa cuando se desobedece a los padres; los cuales, al parecer, desde siempre son los únicos que leen las instrucciones de manejo de las anchetas que le dan a sus hijos. Y no sólo la tradición griega, sino otras muchas, tienen su mito del hombre volador. No pocas de nuestras primeras leyendas tienen que ver, pues, con esa ansia.
Y algunos trataron de traducirla en hechos concretos (o bueno, aéreos). El mismísimo Leonardo da Vinci le hincó el diente a la cuestión del andar por los cielos, aunque no sabemos bien a bien hasta dónde llegó en sus especulaciones. Los chinos hablan de un sabio medieval que se montó en un aparato al que retacó de pólvora; luego hizo que sus aprendices le prendieran fuego a la mecha. Fue lo último que se vio del sabio; los optimistas creen que fue el primer hombre en la Luna. En un pueblo de Iowa se afirma que uno de sus hijos inventó una máquina voladora impulsada por pedales, allá por los 1880’s; pero siendo Iowa lo que era, fuera de ese villorrio nadie se enteró. Y siendo Iowa lo que es, a ver quién les cree...
Lo que sí sabemos y nos consta es que un par de hermanos franceses apellidados Montgolfier, fatigados de aburrimiento y encallados por la digestión de las opíparas fiestas de María Antonieta en Versalles, se lanzaron a construir y volar un globo impulsado con aire caliente, pocos años antes de que el pueblo unido que jamás será vencido (aunque usualmente lo es) tomara La Bastilla y le cortara la cabeza a tan espléndida anfitriona. Fueron los primeros hombres voladores de quienes existe constancia.
El problema es que aquéllos no eran vuelos controlados, dependían de las corrientes de aire y parecían medio chapuceros: los vehículos eran más ligeros que el aire y como que ése no era reto ni los globos parecían siquiera pájaros nalgones. Y aunque a fines del XIX un alemán llamado Zeppelin (¡hasta nombre de dirigible tenía!) perfeccionó el vuelo en objetos inflados de todo tipo y tamaño, esos armatostes dejaban todavía mucho qué desear. Se elevaban, sí; avanzaban, sí. Pero comparar a los zepelines con las aves es como comparar a Jennifer Connelly o Liv Tyler con La Tigresa. Sí, son mujeres, pues. Pero...
Lo más impresionante es que el punto de ruptura, el gran paso adelante, lo dieron un par de mecánicos de bicicletas de Ohio, los hermanos Orville y Wilbur Wright. Éstos, con su propio financiamiento y de puros puntos se pusieron a utilizar sus ratos libres para diseñar, construir y probar máquinas que, según sus cálculos, podrían imitar a las aves. Vaya, hasta alas tendrían.
Estos hermanos sacaron provecho de algunas de las más notables virtudes del espíritu americano a través de la historia: se dejaron llevar por su entusiasmo sin amilanarse ante los obvios obstáculos que enfrentaban; hicieron las cosas por inquietud y provecho propio, sin pedirle un cinco al Gobierno (aunque con un ojo puesto en los posible contratos del ejército, otro rasgo muy yanki); su falta de conocimientos teóricos la subsanaron con una gran experiencia práctica y un ingenio manual encomiable y, quizá lo más importante, les importó sorbete hacer el ridículo y que se carcajearan de ellos. Ya se vería quién reiría al último.
Y así, el 17 de diciembre de 1903, harán cien años este miércoles, probaron su invento. Para ello escogieron una isla llena de dunas de arena (por aquello del aterrizaje, supongo) llamada Kitty Hawk, en los Bancos Externos de Carolina. Los brodis echaron a suertes quién pilotaría primero el armatoste, al que con desbocada imaginación habían bautizado “Flyer” (“Volador”). Ganó Orville, quien de tan azarosa manera se convirtió en el primer hombre en volar un aparato más pesado que el aire. El periplo duró unos cuantos segundos, recorrió unos cuantos metros. Pero al menos no tuvo que comer la bazofia que suelen servir en los aviones hoy en día.
En todo caso, ese brinco había probado que el sueño de Ícaro era factible. Con la ventaja añadida de que las alas del Flyer no se derretían con el Sol. Con tan humildes orígenes empezó el tenaz y frecuentemente peligroso romance de la Humanidad con el cielo y los aviones.
Quizá no haya campo del conocimiento y la técnica que ejemplifique de manera más clara lo ocurrido en el siglo XX que el de la aviación. Del “Flyer” de una sola plaza, una de cuyas maniobras tenía que ser controlada con las caderas del piloto, a los aviones transatlánticos actuales, que llevan cientos de pasajeros engarruñados como pericos en alfombra mientras observan películas infames y que se pilotan prácticamente solos, hay una diferencia ahora sí que del cielo a la Tierra. No sólo eso: el volar se ha vuelto rutina: lo que en la infancia de un servidor resultaba una emoción inenarrable y ocasión para vestirse de pipa y guante, hoy se ha vuelto una rutina más bien aburrida, especialmente si no hay otra cosa para leer que la revista de la aerolínea (la que sea: todas son de la misma calidad que la comida). Lo que en sus inicios era campo exclusivo de hombres (y mujeres) poseedores de una audacia sin límites y no mucha sensatez, hoy es pastizal de gente más corriente que común, chiquillos chillones y latosos y lesionados cerebrales que insisten en tratar de meter un maletín de 60 centímetros en el compartimiento de arriba que mide 50. La emoción se ha adormecido entre tanto trámite, detector de metales, quitadera de zapatos para que los revise el FBI y azafatas de fingida sonrisa y con el kilometraje cada vez más evidente.
Volar ya no es, pues, una aventura. Y resulta cada vez más seguro. A menos que entre los pasajeros haya gente dispuesta a meterse a un rascacielos con todo y avión, uno tiene muchas más probabilidades de llegar sano y salvo volando a su destino que recorriendo la misma distancia por carretera. No sólo las aeronaves son caladas, mantenidas y probadas una y mil veces, periódicamente. Sino que, además, en el aire no se atraviesan burros (de dos o cuatro patas), conductores borrachos (o al menos no muchos), aviones Onappafa, mujeres en LuftSuburbanwaffen, ni tractores sin luces llenos de campesinos ebrios zigzagueando de un lado a otro. Si uno quiere llegar vivo a algún lugar, lo mejor es ir ahí volando.
Actividad que, además, se ha vuelto más barata y accesible. Gracias a la feroz guerra de precios de las últimas tres décadas y al atractivo que tiene todo tipo de argucias usadas para engatusar incautos (desde las millas y los puntos, cuyo cálculo requiere una supercomputadora Crab; hasta las pantuflas de material cada vez más ignoto y sospechoso que regalan en los vuelos largos), progresivamente más gente, que hace años jamás hubiera soñado con abordar un avión, hoy lo hace con el mayor desparpajo (y vestida cada vez con peor gusto, todo hay que decirlo). El volar se ha democratizado. Snoopy ya no puede sentirse de la aristocracia mientras pilota su perrera en pos del Barón Rojo.
A propósito: los grandes brincos en cuanto a tecnología y perfeccionamiento del arte de volar han tenido que ver con los usos bélicos que se le han dado a los aviones. De ser simples vehículos de reconocimiento en la I Guerra Mundial han pasado a constituir el corazón de toda invasión alevosa de cualquier potencia igualmente abusona digna de ese nombre. Los helicópteros en Viet Nam, las naves artilladas soviéticas en Afganistán, los B-2 furtivos en Iraq y los F-16 en Yugoslavia y Kosovo fueron las armas fundamentales en esos conflictos. Olvídense de tanquecitos y soldaditos: las guerras modernas se pelean y deciden desde y entre las nubes y ello, a partid de que Varsovia, Rotterdam y Coventry fueron hechas cenizas al arranque de la II Guerra Mundial.
Así pues, la conquista del reino de los cielos (o del aire, en todo caso) ha tenido sus bemoles. No todo ha sido miel sobre hojuelas (especialmente si hablamos de lo que sirven allá arriba) y la aviación tiene sus pros y sus contras. Pero de cualquier manera debemos regocijarnos que unos esforzados reparadores de biclas, en un pueblo perdido de Ohio, tuvieron un sueño. Y lo supieron convertir en realidad. Salud, hermanos Wright y aunque sea muy obvio, hemos de decir: You made it right!
Ah y raza del Distrito 06: a votar este domingo; para que luego no nos salgan con que hay hombres de negro, platillos voladores y cadáveres de alienígenas de Roswell... pueblo rabón que, por cierto, sólo ha producido un fenómeno celestial: Demi Moore. Sí, ahí nació.
Consejo no pedido para sentirse en las nubes: Escuchen “The friends of Mr. Cairo” de Jon & Vangelis; lean “Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar” de Luis Sepúlveda, préstensela a sus hijos y prepárense a agotar una caja de Kleenex y renten “Los intrépidos hombres en sus máquinas voladoras” (Those magnificent men in their flying machines, 1965), divertidísima película sobre una carrera aérea Londres-París en 1910. Provecho.
Correo: francisco.amparan@itesm.mx