Justo cuando se celebran 40 años de la proclamación por parte de Juan XXIII de su encíclica Pacem in Terris se viven momentos de temor generalizado por efecto de la guerra en Iraq.
En dicha encíclica el pontífice planteaba la conveniencia de construir un mundo mejor, enfatizando una adecuada concepción de la paz considerándola resultado de esfuerzos continuos a favor de ella y no como mera ausencia de conflicto.
Y es que la paz en el sentido pleno de la palabra reclama la conjunción continua de esfuerzos personales por vivir la armonía interior, la tolerancia en el buen sentido de la palabra y mejor aún: El auténtico amor al prójimo.
La paz interior es fruto de esfuerzos continuos llevados a cabo por la persona, luchando primero que nada contra sí misma y en favor de la solidaridad y caridad para con el prójimo, olvidándose del egoísmo, de la soberbia y de la envidia que se convierten en el caldo de cultivo propicio para albergar sentimientos y actitudes de encono, de ira no contenida en contra de los semejantes y de agresividades manifiestas que son precisamente las circunstancias que propician, los enfrentamientos y las pugnas interpersonales: Semilla pequeña pero eficaz que explica después las guerras entre pueblos.
Decía el beato Juan XXIII el 11 de abril de 1963, que la paz es fruto consumado de esa lucha interior que cada uno tiene que librar en contra de sus bajas pasiones, de sus apetencias desordenadas, de su egoísmo: La paz no es simple ausencia de guerra; si así fuera podríamos asumir como ideal la que se da en los panteones con todos sus sepulcros y la resultante de las dictaduras autoritarias donde nadie se mueve ni causa problemas porque sabe que se muere o es severamente reprimido. En tales casos subsiste una ilusoria paz fincada en la inacción. Cuando lo que se requiere es una paz activa: Fruto del esfuerzo continuo por ser mejores y más solidarios.
Un reto que no podemos postergar los hombres y mujeres de esta generación, es el de ahogar el mal de la anticultura de la muerte, de la violencia, de la resolución de conflictos por la vía armada de la guerra o el terrorismo, con la sobreabundancia del bien de la vida: Apreciando ese don de poder vivir y poder participar en esa facultad inicialmente sólo divina: De crear nuevas vidas, para después participar en un proceso educativo.
Resultado de tantas décadas de implantación de la anticultura de la contracepción se ha hecho ver a la relación sexual solamente en su plano sensual y erótico, pero no en su referencia al fin procreador y se ha ido avanzando en procesos de relativización de la vida humana con las consecutivas legalizaciones-liberalizaciones y hasta patrocinios gubernamentales a la propia contracepción, aborto, fecundación in vitro, manipulación genética, eutanasia y eugenesia, clonación...
Con ello muchas mentalidades contemporáneas ya no ven la vida humana como ese don inapreciable y bien supremo del que dependen todos los demás medios y fines de la actuación de la persona, sino como un problema en sí mismo; cuando caemos en la desesperanza de ver en cada hombre o en cada mujer un pesado lastre para toda la humanidad, estamos colaborando con esa anticultura del egoísmo, del pesimismo, del individualismo insolidario, de la guerra y del genocidio.