El tema más ruidoso en la prensa durante el mes de diciembre y en lo que va de enero no ha sido el referente al Presupuesto de Egresos o la Ley de Ingresos para 2003, sino la eliminación del sistema de cupos, de algunas salvaguardas automáticas y de aranceles para varios productos agropecuarios mexicanos considerados como ?sensibles?, que entró en vigor a partir del primero de este mes dentro del marco del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).
Como siempre sucede con asuntos que pueden capitalizarse políticamente en nuestro país, las opiniones sobre el tema son abundantes, en su gran mayoría demagógicas, muchas de ellas sin fundamento, y casi todas partiendo de premisas falsas con la intención de confundir a la población.
No es accidental que las fuerzas políticas del país pongan tanta atención a las demandas de los agricultores en esta época. La reducción de aranceles prevista en el TLCAN para este año es sólo una excusa, ya que para más del 90 por ciento de los productos agropecuarios implica pasar de sólo dos por ciento a cero por ciento, y si bien para los considerados ?sensibles? la reducción es más significativa (en algunos casos de más 50 por ciento a cero), estaba prevista desde hace más de nueve años, tiempo durante el cual no fue motivo de preocupación de los partidos políticos ni los afectados aprovecharon para hacer las adecuaciones productivas correspondientes.
La situación es distinta ahora, porque es uno de los pocos temas que pueden explotarse con provecho en las elecciones federales del seis de Julio, aún cuando después de los comicios los problemas del campo y sus habitantes vuelvan a caer en el olvido. No debe sorprendernos que esto suceda, porque esa ha sido la historia por décadas.
Los gobiernos del PRI durante muchos años obtuvieron el apoyo electoral de los campesinos con base en promesas que perpetuaban la ilusión de que la respuesta a la pobreza en el campo estaba en el reparto agrario, los subsidios y los precios de garantía. Ahora se presenta nuevamente la oportunidad de explotar electoralmente la desgracia del campo, sólo que en esta ocasión también la aprovechan los del PRD, nuevos promotores de ilusiones falsas.
El gobierno, por su parte, participa del mismo juego, primero con la expropiación de los ingenios azucareros en 2001, luego con el anuncio a fines del año pasado del ?blindaje agropecuario?, y ahora con más medidas de apoyo al campo, que incluyen mayores recursos públicos, precios subsidiados en energéticos, y la aplicación de salvaguardas y otras barreras no arancelarias a la importación de diversos productos agrícolas. Todo esto, a la postre, será un desperdicio de recursos.
Los agricultores en la gran mayoría de los países, incluidos Estados Unidos y los europeos, son un importante grupo de presión política. En prácticamente todos lados obtienen protección frente al exterior y transferencias considerables de los contribuyentes y los consumidores, sin que realmente se tomen en cuenta conceptos de eficiencia y equidad económica en el uso de los recursos. No extraña, por tanto, que algo similar suceda en nuestro país.
Es lamentable, sin embargo, que en aras de intereses políticos mezquinos, se quiera culpar a la apertura comercial y en particular al TLCAN, por el desastre en que se encuentra una parte importante del campo mexicano. Las causas de ese rezago monstruoso no se encuentran, como los enemigos del libre comercio quieren hacernos creer, en el TLCAN, sino más bien en la anacrónica y deficiente forma de tenencia de la tierra, donde el colectivismo agrícola probó ser, como en muchas otras latitudes, un fracaso.
Las dificultades del campo, sin embargo, no se limitan a una pésima organización agrícola, sino que se exacerban por las señales económicas equivocadas que, una y otra vez, envían las autoridades y los legisladores mediante promesas infundadas con las que se busca arraigar en el campo a la población rural, para que siga dependiendo del paternalismo estatal y de la ilusión de que con base en subsidios mal diseñados, que se concentran en los precios de los insumos y de las cosechas y que distorsionan el uso eficiente de los recursos, se puede mejorar el nivel de vida de quienes habitan en el sector rural de nuestro país. Sólo así se explica que al inicio del siglo 21 todavía permanezcan en él más de 20 millones de mexicanos, cuya contribución productiva es menor a cuatro centavos de cada peso de nuestro Producto Interno Bruto.
Lo grave de todo esto no sólo es la equivocada interpretación y diagnóstico de la problemática del campo mexicano, sino más preocupante aún, la plétora de tonterías que siguen proponiéndose para resolverla. Por una parte, la revisión del capítulo agropecuario del TLCAN que proponen algunos grupos políticos sería bastante costosa para el país; mientras que por otra las salvaguardas, los subsidios y los créditos ?blandos? que otorga el gobierno, no cambiarán de manera sensible su panorama. Los daños causados por casi un siglo de demagogia paternalista y colectivista no se corrigen con más de lo mismo, y menos comprometiendo los grandes beneficios que hasta ahora ha traído la liberalización comercial.
La gran falacia es hacer creer a la gente que la solución a los problemas del campo es mantener a tantas personas en actividades improductivas, en vez de aceptar que para muchas la única salida es incorporarlas al México industrial mediante un esfuerzo decidido de educación, capacitación y entrenamiento. Esto, sin embargo, acabaría con una de las fuentes de poder político más importantes de los partidos en nuestro país. Las propuestas de ?solución? de sus representantes muestran que no están dispuestos a perderlo.
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