Hoy ha de ser un día de fiesta para Juan Ciudadano, porque entra en vigor la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública gubernamental. Juan Ciudadano es no sólo un nombre genérico, para referirse a la gente de a pie, a las personas comunes y corrientes, sino que la fórmula fue escogida como “nombre de pluma de un grupo de personas preocupadas por el derecho a la información”.
Aunque la ley no satisfizo a cabalidad las ambiciones de apertura que se expresan en la columna que Juan Ciudadano escribe todos los lunes, la transparencia a que dé lugar el uso de este nuevo instrumento será mejor, dicho sea sin tímidos conformismos, que la opacidad que ha sido parte de nuestra cultura política. La ley fue publicada el 11 de junio del año pasado, comenzó a tener vigencia un día después y hoy cobra pleno vigor, pues se estableció una vacatio legis de un año exacto, suficiente para que los mecanismos que hagan posible el acceso a la información hayan sido montados.
A partir de esta mañana toda persona, sin necesidad de acreditar un interés específico, podrá preguntar y consultar cuanta información posea el aparato gubernamental. El arranque de la ley será disparejo. Como es comprensible, la legislación se aplica a la administración pública en sentido estricto, es decir a las dependencias del Poder Ejecutivo, a las que se fijó un calendario de organización que culmina hoy. A los poderes legislativo y judicial y a los organismos constitucionales autónomos, se dio un año (que también concluye hoy) para que adoptaran las medidas conducentes a la aplicación del nuevo ordenamiento. Surgidos de voluntades y circunstancias distintas, habrá sin duda diferencias en los modos de acatar la ley en esos diversos ámbitos, aunque para todos rija el criterio de la máxima amplitud: todo podrá ser preguntado y a todo debe haber respuesta. Pero si ésta es insatisfactoria, porque la información de que se trate sea reservada (que la hay y habrá, aunque sólo reservada temporalmente, a plazos más o menos largos), los usuarios podrán recurrir al Instituto Federal de Acceso a la Información (IFAI), creado por la ley mencionada, que resolverá las inconformidades derivadas de la respuesta de los órganos públicos.
Sin calcular los alcances de su actitud, el Senado de la República ejerció displicentemente, el año pasado, la delicada función de examinar las designaciones hechas por el Presidente de la República para integrar el órgano de gobierno del IFAI. Los nombramientos y la facultad senatorial de objetarlos o darles su aprobación ficta (es decir, dejarlos pasar), fueron decisiones cruciales que ninguna de las partes tomó a pecho, como si no dependiera de ellos el futuro de una institución y unas prácticas de gran importancia para la democracia mexicana (pues una democracia sin transparencia sólo es democracia nominal). Con todo y más por un azar afortunado que por un diseño institucional sensato, los nombramientos resultaron adecuados, salvo dos a los que el Senado sujetó a leve crítica. Uno fue desplazado, lo que dio lugar a la designación de la única mujer entre los cinco comisionados, una reputada académica, capitalina pero de tiempo atrás dedicada a las ciencias sociales en Guadalajara. María Marbán fue además, en buena hora, elegida presidenta por sus compañeros y su presencia al frente del IFAI ratifica la certidumbre de que habrá rigor en el desempeño de las tareas de la naciente institución. El otro comisionado sujeto a examen, que eso no obstante ocupó el lugar que le destinó el Ejecutivo, puede brindar al Instituto al que sirve una preciosa oportunidad de transparencia. El doctor Horacio Aguilar es diácono de la Iglesia católica, es decir ministro del culto y, en cuanto tal, está impedido para desempeñar una función como la que hoy adquirirá plena vigencia. A reserva de hacerlo directamente a través del sistema de consulta del IFAI, desde aquí le pregunto por el fundamento que le permite, no obstante su papel en una asociación religiosa, ser comisionado en el órgano que asegura la transparencia pública.
Aparte esa consulta, iniciaré mi aproximación al nuevo mecanismo preguntando sobre las funciones del Estado Mayor Presidencial, entidad gubernamental enigmática si las hay. Hace años, en ejercicio del derecho de petición estipulado en el artículo 8o. constitucional, pregunté a la Presidencia de la Republica sobre el alcance de la protección ofrecida por los miembros de esa corporación militar a la familia del Jefe del Estado. Quise conocer ese dato —inútilmente— a propósito de un oficial de ese cuerpo de élite involucrado en las andanzas de Raúl Salinas, a cuya escolta pertenecía. Se entiende que la seguridad de la esposa y los hijos del Presidente sea resguardada por su Estado Mayor. Pero, ¿sus hermanos también?, ¿todos sus parientes? ¿hasta qué grado? La interrogante se actualiza ante las peculiares condiciones de los actuales huéspedes de Los Pinos. Antes que Fox, habitó esa casa otro presidente casado en segundas nupcias. Pero el señor Ruiz Cortines había tenido la sensatez de convenir con su esposa que los hijos de cada uno de ellos se ausentaran de su entorno y hasta del país para evitar confusiones y abusos.
En cambio el presidente Fox, preguntado por dirigentes panistas habría explicado que su familia incluye a los jóvenes Bribiesca Sahagún y a ellos se extendería la seguridad provista por el EMP. ¿Es así? ¿Con qué fundamento? Será muy importante saberlo.