En lo que va de este sexenio de la alternancia en el poder, han sido constantes los llamados hechos desde esta tribuna periodística, para que se concreten acuerdos o consensos entre los distintos partidos y grupos políticos mexicanos a fin de conseguir puntos de unidad con vista a que prospere esta transición política en la que estamos empeñados. Siendo en sí misma de máxima importancia la concreción de las llamadas reformas estructurales que incluirían la fiscal, la energética y la laboral, bien pudiéramos decir que éstas acabarían siendo simplemente resultados: importantísimos sí; pero simples resultados, de un objetivo que debe ser todavía más importante de conseguir: la creación de un auténtico sentido democrático de la política nacional, que sin claudicar ni traicionar las plataformas teóricas y prácticas que alientan la esencia de cada uno de los partidos registrados, ponga sin embargo el énfasis en los puntos de unidad que propugnen primeramente por el bien común del conjunto de la nación mexicana, y a continuación y de algún modo como consecuencia lógica de ese primer principio, que permitan a cada uno de los mexicanos conseguir mejores cotas de vida y de desarrollo integral.
El bien común no es como dice Manuel Bartlett un invento ideológico del partido en el poder para influir y justificar ciertas posiciones ante su electorado. El bien común es un conjunto de condiciones de la vida social sin las cuales no puede aspirarse al logro de los más elementales objetivos personales y grupales. El bien común reclama un mínimo de unidad en objetivos y en metas; unidad que no puede ser vista ni tiene nada que ver con la uniformidad.
Por ello modelos como los que hace unos cuantos lustros se siguieron en países como Colombia, España o Chile para transitar hacia la plena democracia participativa, responsable, solidaria y comprometida han sido los que a la postre han permitido un más acelerado paso para la consecución de ese ideal de transición. En estos países hubo un momento en que los partidos políticos constituyeron una especie de nuevo pacto social en el que acordaron fijarse y centrarse, por un lapso determinado, solamente en aquellos puntos en los que los distintos colectivos mantenían identidades comunes: puntos de unidad, para desarrollar un esfuerzo común que desarrollara en plenitud esos puntos comunes de unidad, bajándole el volumen y el tono a todos los demás aspectos propios de su tendencia ideológica que pudieran legítimamente dividirles o desunirles.
El Pacto de la Moncloa concretado por Adolfo Suárez unos meses después de la muerte de Franco es un lúcido ejemplo de esos acuerdos fundamentales sin los cuales no podría haberse desarrollado tan exitosamente la transición española. Suárez tuvo el acierto de reunir a posiciones tan disímbolas como las socialistas republicanistas, los comunistas, los nacionalistas exaltados, los centristas y algunos antiguos franquistas y falangistas en torno a un ideal común: construir la democracia española, dejando para poco más adelante el litigio en torno a las diferencias partidistas específicas que ya se debatirían en las urnas. El resultado es del todos conocido, España ha podido transitar con muchos menos sobresaltos de los que se hubiesen imaginado en 1975 por una monarquía parlamentaria moderna que ha llevado al conjunto de la nación, a cotas de desarrollo compartido que ni el más optimista hubiera vaticinado por esas fechas.