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Addenda/Aquella noche tenobrosa

Germán Froto y Madariaga

Ese día salimos ya tarde rumbo a Viesca a cumplir con la visita periódica a mi abuela.

El viejo coche de mi padre se desplazaba a baja velocidad por la carretera y pasamos por Matamoros cuando los últimos rayos del Sol se escapaban sobre el horizonte.

No era común que todos los hermanos y mis padres hiciéramos ese viaje juntos, pero algo especial debe haber motivado que todos coincidiéramos. Quizá el cumpleaños de mi abuela Chonita o la boda de algún primo.

Kilómetros antes de llegar a Zapata, cuando ya era de noche, el traqueteado D’ Soto comenzó a echar humo y se detuvo por completo. Mi padre comprobó que se trataba de una banda rota y el radiador se había sobrecalentado, por lo que no se podía hacer otra cosa que esperar a que amaneciera para buscar la forma de repararlo.

Empujando aquel carricoche, lo sacamos de la carretera para prevenir cualquier accidente. Mi padre colocó los seguros de las puertas para mayor seguridad y todos nos dispusimos a dormir dentro del vehículo.

El único que repeló fue Ricardo, mi hermano, que visiblemente enojado intentó bajarse del coche contra la oposición de mi madre. Pero ante la insistencia de aquél, mi padre le abrió la puerta para que se bajara. Ricardo lo hizo aún molesto por el contratiempo; mas apenas habían transcurrido unos minutos cuando escuchamos a la distancia los aullidos de unos coyotes y un segundo después, Ricardo tocaba a la puerta con verdadera angustia exigiéndole a mi padre que le abriera para ponerse a buen recaudo. “No que se quería bajar?, mijo”, le dijo mi padre.

Los que habíamos comenzado a conciliar el sueño nos despabilamos con el regreso de mi hermano y fue entonces cuando mi padre nos contó la historia que a continuación narraré, no sin antes aclarar que lo que él pretendía era entretenernos, pero lamentablemente acabó por intranquilizarnos.

Cuentan que era Marina una joven de escasos diecisiete años cuando se enamoró perdidamente de Rosalío, a la sazón unos cuantos años mayor que ella.

Pero hete aquí que Chalío, no obstante que también quería a Marina, no estaba dispuesto a quedarse a vivir en Viesca, por lo que soñaba con abandonar el pueblo e irse a probar fortuna a otras latitudes.

Como suele suceder, aquel muchacho le dijo a Marina que si emigraba era para conseguir en buen trabajo y estar en posibilidad de casarse con ella. De manera que, si tenían que separarse, sería sólo por el tiempo necesario para que él se estableciera bien en algún otro sitio y poderle ofrecer una casa confortable y comida segura. Esa fue su promesa.

Así las cosas, un buen día Chalío salió del pueblo rumbo al norte junto a otros tres amigos y coterráneos.

Su aventura los llevó hasta Dallas, Texas, en donde consiguieron un trabajo informal, pero que les generaba aceptables recursos económicos.

En los primeros meses, las cartas de Chalío a Marina llegaban con regular periodicidad y en ellas le reiteraba su eterno amor y la promesa de regresar por ella cuanto antes.

Después, las cartas se tornaron irregulares, poco emotivas, sin palabras de amor y podríamos decir que hasta un tanto frías, no obstante lo cual Marina seguía confiando en la promesa de Chalío y esperaba que un día retornara al pueblo.

Los padres de la muchacha comenzaron a maliciar y veían con tristeza cómo ella gastaba los mejores años de su vida en una espera que se antojaba inútil.

“Era como Penélope –dijo mi padre— que todos los días tejía sueños y por las noches los destejía agobiada en su soledad por la angustia de no saber prácticamente nada de su novio”.

Un mal día regresó al pueblo uno de los muchachos que se habían ido con Chalío y fue entonces cuando los padres de Marina se enteraron de que aquel muchacho se había arrejuntado con una mujer chicana y ya hasta tenía hijos con ella.

Pero para ese momento, Marina casi había perdido la razón, porque se la pasaba vagando por el pueblo y preguntando por Chalío a todo el que se le atravesaba, pero nadie se atrevía a decirle la verdad, la cual era un secreto a voces entre todos habitantes del poblado.

Una tenebrosa noche de invierno, en el corral de su casa que colindaba con uno de los callejones cercanos a la “orilla de agua”, Marina se ahorcó colgándose de un añoso árbol con el mecate de un tendedero.

Decía mi padre que desde ese día, en aquel callejón en las noches de invierno se aparecía el fantasma de Marina, vestida de blanco como para ir a su boda y preguntando a gritos por Chalío, quien jamás volvió al pueblo.

Tal fue la historia que nos contó mi padre y se quedó grabada en la memoria de quienes la escuchamos aquella ocasión en que se descompuso el coche y tuvimos que dormir en un paraje solitario de la carretera.

Y sucedió que, tiempo después, una noche de diciembre en que nos encontrábamos en Viesca se nos hizo muy tarde jugando en casa de unos amigos. Como en aquellos tiempos la luz eléctrica la desconectaban a las once de la noche, para cuando nos dispusimos a ir a casa de mi abuela ya no había ni una sola farola encendida, por lo que el pueblo estaba completamente sumido en la oscuridad, hacía mucho frío y el viento soplaba con fuerza provocando que las ramas secas de los árboles chocaran unas contra otras.

Fue entonces cuando nos percatamos de que íbamos atravesando por aquel callejón maldito. Para colmo a alguien del grupo se le ocurrió recordar la historia de Marina, poniéndonos a temblar a todos.

De pronto, frente a nosotros apareció una figura de mujer, vestida de blanco, al tiempo que escuchamos una voz ululante que repetía lastimosamente: “Chalííííoooooo, Chalííííoooooo...”.

¿Sugestión o realidad? No lo sé. Lo que sí puedo decir es que salimos corriendo despavoridos y no paramos hasta llegar a casa de la abuela. En un primer momento, todos nos fruncimos. Pero ya en la casa de doña Chonita nos dimos cuenta que más de uno, además de haberse fruncido en principio, luego aflojó el cuerpo irremediablemente.

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