Hay fechas que marcan de una vez y para siempre la historia de un pueblo. Ése es el caso del once de septiembre en la vida de los norteamericanos y los chilenos.
Un once de septiembre, hace ya treinta años, el entonces presidente de Chile, Salvador Allende, optó por suicidarse entes que rendirse a las fuerzas armadas que comandadas por el traidor Augusto Pinochet, violentaron el orden constitucional y derrocaron por la vía de las armas al presidente electo por la mayoría del pueblo chileno.
Días terribles fueron aquéllos en los que la ciudadanía sufrió por igual las arbitrariedades, violaciones y asesinatos de una soldadesca desbordada que hacía y deshacía a su antojo, pues para ello contaban con el apoyo del nuevo régimen usurpador y la complacencia del gobierno norteamericano que nunca vio con buenos ojos la instauración en Latinoamérica de un gobierno de izquierda surgido de las urnas.
Para los colaboradores del doctor Allende sólo hubo una opción: El exilio o la muerte. Los que lograron trasponer las fronteras dejaron atrás todo cuanto significa para un hombre abandonar su tierra. Los otros encontraron en esa tierra la única forma digna de seguir en ella: la tumba.
Entre las muchas historias que se generaron en aquel tiempo, se cuenta la plática que sostuvieron Allende y Fidel Castro, en la que el viejo zorro y dictador al fin, le decía a Salvador que desmantelara al ejército y armara al pueblo, pues no hay nada más peligroso para un régimen de izquierda democrática, como era aquél, que una institución férrea que ambiciona el ejercicio del poder.
Allende sostenía que su gobierno no era igual al que había instaurado Fidel en la isla de Cuba, pues él llegaba al cargo por la vía de los votos y no de las armas. Castro, entonces, le regaló un rifle con la advertencia fatídica: “Tómalo. Porque un día lo vas a necesitar”. Y en efecto así fue, pues con ese rifle en las manos Allende personalmente trató de defenderse del ataque al palacio presidencial de La Moneda y con él en sus brazos partió de este mundo.
De los días posteriores al golpe de Estado en contra de Salvador Allende, recuerdo de manera especial la muerte de Pablo Neruda, el poeta del Canto General. A su fallecimiento su casa fue saqueada por el ejército y verdaderamente daba tristeza ver las escenas en las que un grupo de soldados andaba por esa casa pisando los libros del poeta que ellos mismos habían regado por el suelo.
De ahí salió la carroza con el féretro en que habían sido colocados los restos de Pablo, acompañado sólo por su esposa y unos cuantos amigos. Pero en la medida en que el cortejo avanzaba por las calles de la ciudad, la gente se le iba uniendo y para cuando llegaron al panteón ya sumaban miles y los versos más conocidos de Neruda eran recitados, uno tras otro, por la gente del pueblo que amaba a su poeta nacional.
Treinta años, como mencionamos, han trascurrido ya de la caída de Salvador Allende y se cumplieron dos en que el pueblo norteamericano sufrió el ataque más brutal que contra ellos se haya perpetrado en su territorio continental.
Antes de las ocho de la mañana de aquel día, al través de la televisión, fuimos testigos de lo que primero se consideró un accidente aéreo y a los pocos minutos se comprobó que se trataba de un ataque terrorista perpetrado por elementos del grupo Al Qaeda, cuando un segundo avión de pasajeros se impactó contra la torre dos del Word Trade Center.
Recuerdo que ese día, cuando salí de la casa, ya se sabía que se trataba de un ataque pues se había consumado el segundo impacto. Pero jamás me imaginé que a los pocos minutos recibiría una llamada para informarme que ambas torres, ubicadas al sur de Manhatan se habían desplomado dejando tras de sí una estela de polvo, humo y muerte.
En esos momentos, aunque no quisiéramos, todos nos sentimos vulnerables, expuestos a un eventual ataque de cualquier grupo terrorista de los que operan a lo largo y ancho del mundo.
Desde luego, la solidaridad hacia el pueblo norteamericano no se hizo esperar y malamente alguien podría regatearle, al pueblo, ese apoyo. Cosa distinta a su gobierno, pues éste se ha caracterizado por sembrar el hambre y la muerte en muchos países del mundo, de lo cual no tienen culpa los ciudadanos, muchos de los cuales también han manifestado en forma reiterada su repudio a la guerra.
Paradójico resulta que el mismo día en que se conmemoraba la caída de Allende, la cual contó con la complicidad del gobierno norteamericano, se consumara ese ataque criminal en el que perecieron más de tres mil personas. Muchas de ellas seguramente jamás escucharon el nombre de Osama bin Laden.
Pero la historia del mundo se escribe así. De guerra en guerra; de catástrofe en catástrofe y de destrucción en destrucción.
No obstante los mensajes y enseñanzas de grandes líderes como Jesucristo, Mahoma, Gandhi o Martin Luther King, por señalar sólo algunos, la humanidad se sigue debatiendo entre las confrontaciones bélicas y los países ven desgarrarse su población y territorios ante la incomprensión de los gobiernos que consideran al mundo como un espacio al que hay que dominar a cualquier precio.
En todas las doctrinas religiosas se pondera al amor como la base de la convivencia social. Pero los hombres y en especial los gobiernos no hemos aprendido que el mundo es uno, como lo es el hombre, así como que el único espacio que tenemos para convivir es éste y que por tanto deberíamos de hacerlo en paz y armonía.
Los mil años de paz que anuncian las profecías se ven tan lejanos como la desaparición misma de la guerra como medio para dirimir las controversias entre estados. Porque el hombre, sigue siendo el lobo del hombre.