Abordar el tema del ejercicio profesional de los abogados, no es fácil para mí, porque implica colocarme como frío observador y aunque genéricos emitir juicios sobre el comportamiento de muchos de mis colegas, comportamiento del cual ni con mucho puedo decir que me considero exento y admito que por ello mi propio actuar quedará someterlo al juicio de otros.
Hubo un tiempo, en que la profesión del abogado era de las más nobles y respetadas. No sé en qué momento de la historia perdimos ese hilo conductor y la abogacía, como en el viejo tango, comenzó a rodar cuesta abajo, hasta llegar al extremo de que el vulgo acuñara frases tan denigrantes como la de: “Entre abogados te veas”, que es como una maldición gitana de la que nadie sale bien librado.
En otro tiempo y aun lo es en algunos países del mundo, el abogado era todo un personaje que gozaba de amplia credibilidad en su comunidad, porque era el procurador de la justicia, el intérprete del derecho y la encarnación misma de la verdad jurídica.
Hombres como Marco Tulio, Cicerón o Abraham Lincoln, que fueron abogados, lucharon siempre por que la justicia brillara entre los hombres y la equidad fuera una realidad en todo aquello en lo que ellos intervenían.
Desde las alturas de la historia de los grandes pueblos hasta las pequeñas comunidades en las que ejerce un abogado, podemos encontrar hombres de bien, amantes del derecho y que hacen de su profesión un verdadero apostolado.
Pero lamentablemente no son éstos los que se hacen notar, si bien aquéllos bastante hacen con cumplir cabalmente con la profesión que han abrazado. Los que sobresalen son los otros. Los que actúan en forma inmoral, los que corrompen, los que prostituyen el derecho, los que engañan y roban. Éstos son los que sirven de muestra para que el ciudadano común sienta pánico con sólo escuchar que, para resolver su problema, tiene que acudir a un abogado.
Voces mucho más autorizadas que la mía se han ocupado ya de estos temas de una manera extensa y magistral. Entre ellos, abogados como Ángel Ossorio y Raúl Carrancá y Rivas, por mencionar tan sólo dos de ellos.
Pero cuando escribí sobre el ejercicio de la medicina, me comprometí públicamente a abordar ese mismo tema pero respecto de los abogados. Hoy es el momento y trataré de hacerlo sin reticencias de ninguna naturaleza. El admitir nuestras fallas me duele. Pero ese dolor no alcanza a nublar mi vista como para no advertir que en muchas ocasiones los abogados somos inicuos y que al actuar así estamos heredando a otros el viento... y bien se sabe que quien siembra vientos cosecha tempestades.
Un abogado, jamás debe aceptar actuar como tal en un caso si no está convencido de que su cliente tiene la razón. Sin embargo, lo común es que con tal de ganarse “unos centavos” el abogado acepte patrocinar a personas inmorales que a sabiendas de que no tienen razón, pretenden dañar a otros para quedarse con sus bienes.
Los hay que ellos mismos, por ejemplo, llenan documentos mercantiles colocando en el renglón de “intereses” porcentajes evidentemente leoninos y que no fueron pactados por las partes. Los hay que defienden a agiotistas que se aprovechan de la extrema necesidad o la ignorancia de la gente para amasar grandes fortunas y hasta se jactan de haber dejado literalmente en la calle a los deudores.
Y no se vaya a pensar que los abogados de aquellos que se dedican al infamante negocio del agio, son los únicos que alteran los elementos reales para encuadrarlos en la norma jurídica. He visto que lo hacen también los elegantes abogados de algunos bancos que, al percatarse de que se equivocaron al conceder un préstamo, maniobran para modificar las condiciones y así poder “justificar” en juicio el cobro hasta de intereses sobre intereses, comisiones por pago anticipado y si hay modo, hasta la fecha se suman.
El que la Suprema Corte de Justicia, dicho sea de paso, haya sostenido que es válido este tipo de pactos no significa que sean justos.
En el ejercicio de la abogacía, hay quienes engatusan a viudas ignorantes para quedarse con una parte de los bienes hereditarios, cuando a lo único que tendrían derecho es a cobrar un honorario justo, pero nunca a un porcentaje de los bienes hereditarios.Otros más celebran pactos de honorarios para quedarse con un porcentaje mensual de las pensiones alimenticias de las mujeres divorciadas o de las madres solteras cuyos hijos tan sólo fueron reconocidos por el progenitor. Y esos cobros se prolongan, a veces, por muchos años, lo que constituye un abuso flagrante.
Aunque los actos de corrupción requieren del acuerdo de dos para poder consumarse, hay abogados que acostumbran “resolver” los asuntos que patrocinan basándose en actos de esta naturaleza en los que cuentan con la aquiescencia de autoridades que se prestan para ello. Y lo hacen sin duda con el consentimiento de sus clientes, quienes también son copartícipes de tan censurables conductas.
En ese mismo orden de ideas, debo señalar que existen abogados que engañan a sus clientes diciéndoles que para resolver favorablemente un asunto la autoridad les está pidiendo determinada cantidad y eso no es cierto. Pero el cliente sin dudarlo le entrega lo que el abogado pide y éste conserva para sí el dinero. Si el asunto sale bien, el cliente se queda con la impresión de que fue por la dádiva que entregó. Y si sale mal, estimará que la autoridad lo estafó, cuando que ésta no tuvo ni la más remota idea de la forma inmoral en que actuó el abogado.
Son éstos unos cuantos ejemplos escritos a vuelo de pluma, entre los muchos con los que abogados sin escrúpulos denigran la profesión.
Cicerón identificaba la noción de justicia con la de bondad y decía: “El varón bueno es el varón justo. Bueno es aquél que a nadie daña y a todos hace bien. El máximo esplendor de la virtud es la justicia”.
Y para que la justicia pudiera brillar en todo su esplendor en nuestra sociedad se requeriría que todos, de manera especial los abogados, fuéramos buenos y buscáramos la verdad por encima de cualquier otro interés.
Pero eso parece imposible. ¿Verdad?