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Addenda/Humor en la abogacía

Germán Froto y Madariaga

Hoy se celebra el Día del Abogado. Pero no crea usted que voy abordar en estas líneas sobre el sesudo tema del Derecho, el ejercicio de esta hermosa profesión que decidí abrazar hace más de treinta años o su atrayente enseñanza.

Y no lo voy a hacer, porque ya en otras ocasiones me he metido en esos vericuetos y no veo la necesidad de hacerlo de nueva cuenta.

Preferible es contar aquí algunas de las muchas anécdotas acontecidas, la mayoría, tanto en mi época de pasante, como en los primeros años de ejercicio profesional, cuando junto a amigos tan entrañables como Luis y Alfonso, laborábamos sin grandes fatigas en el despacho de nuestro inolvidable maestro Manuel García Peña.

Fueron a mi juicio, los tiempos más aleccionadores y divertidos del despacho ubicado en el primer piso del edificio González Cárdenas, en donde con el correr de los años, llegó a estar casi totalmente ocupado por nosotros, pues hubo un momento en que ocupábamos cinco de las oficinas ubicadas en ese céntrico inmueble.

Manuel, ya lo he dicho en otros momentos, era un abogado serio, conspicuo, sumamente culto y formal. Aunque creo que nunca se arrepintió de habernos abierto las puertas de su despacho, sí creo que alguna vez se debe haber cuestionado la razón que lo llevó a tratar de influir en la vida personal y profesional de algunos de nosotros.

Porque la seriedad nunca fue uno de los sellos distintivos de aquel grupo de jóvenes que estuvimos bajo sus órdenes y a quienes tanto nos dio. Al contrario, cuando menos en el caso personal debo reconocer que era y sigo siendo antisolemne, irreverente e iconoclasta.

De ahí que todavía sea fecha que me pregunto cómo nos aguantaba Manuel.

Pero bueno. Antes de pasar a las anécdotas considero necesario aclarar que, por obvias razones, omitiré los nombres de quienes fueron protagonistas de algunas de las que aquí contaré.

Entre nosotros, había un compañero al que le gustaban mucho las armas y por ello tenía en la caja fuerte de su despacho una hermosa pistola escuadra calibre 45 (si mal no recuerdo). Una de las secretarias tenía a su vez una amiga muy tragediosa. Un día sí y otro también se aparecía en el despacho a contarle a nuestra compañera de trabajo sus penurias cotidianas.

Además de que le quitaba el tiempo a la secretaria, cosa que no nos agradaba, aquella amiga acostumbraba llorar como Magdalena en el recibidor del despacho, lo que era muy penoso y desagradable. Al tiempo que gemía y gemía, en repetidas ocasiones, anunciaba a voz en cuello su deseo de quitarse la vida para acabar así con su desdichada existencia.

Uno de esos días en que aquella muchacha decía casi a gritos: “¡Me voy a matar! ¡Me voy a matar! Ya no aguanto”, nuestro compañero salió de su privado y poniendo su pistola escuadra delante de la señorita de presuntos instintos suicidas, le dijo sin más: “Aquí tiene. Dese un tiro, pero ya no le esté quitando el tiempo a la secretaria. Ah, pero déselo en el pasillo, para que no vaya a manchar el piso”. Santo remedio, la muchacha se retiró impresionada y nunca más se volvió a parecer por el despacho.

En otra ocasión, mientras un compañero atendía a un cliente y aprovechando que la puerta de su privado se encontraba en lugar opuesto al de la silla que utilizaba éste, otro compañero de despacho me pidió que entráramos al privado del primero a buscar un libro. Así lo hicimos y por supuesto que el cliente no vio quién entró. Pero cuál sería mi sorpresa al advertir que mal entramos al privado y mi acompañante soltó una sonora flatulencia que puso rojo de pena al abogado y sin decir palabra abandonamos el despacho para reír a carcajadas una vez fuera de él.

Como muchos abogados recién recibidos, nosotros acudíamos al despacho de traje y corbata. Uno de esos días, con algún movimiento brusco se me descosió el pantalón del traje, desde la cintura hasta el tiro. Ni tardo ni perezoso me lo quité y mandé que lo llevaran con un sastre de por ahí cerca, pensando en que al fin y al cabo la operación de restauración se llevaría unos cuantos minutos.

Con lo que no contaba es que estando en esas condiciones llegó a buscarme con mucha urgencia un cliente que me requería para que desahogara una consulta. Por más que intenté dilatar la entrevista no lo logré y no me quedó más remedio que atenderlo sentado tras el escritorio, con camisa, saco y corbata, pero sin pantalones, al tiempo que me disculpaba por no ponerme de pie aduciendo de una fuerte dolencia que tenía en una de mis piernas. Mal salió aquél, entraron mis compañeros para ver qué había hecho y me encontraron recostado en un sillón botado de la risa.

Un día lluvioso como hay pocos en Torreón y en razón de que mi automóvil estaba en el taller, tuve que pedirle a mi esposa que me hiciera el favor de llevarme al despacho. Recuerdo que en esa ocasión iba yo ataviado con un traje con chaleco y para protegerme de la lluvia en lo que bajaba del coche me llevé un paraguas negro que me debe haber dado un aire de flemático londinense. Al llegar al edificio le pedí a mi esposa que acercara lo más posible el automóvil a la banqueta para evitar pisar en un charco, lo que ella hizo en la forma más diligente que pudo.

Pero apenas si había yo alcanzado la acera, con el paraguas abierto en una mano y mi portafolios en la otra, me di un resbalón que caí de espaldas en la banqueta y paraguas y portafolios salieron volando por los aires. Todos los cafetómanos del restaurante “La Rambla” (que se ubicaba en la planta baja del edificio) se aguantaron la risa ante la mirada fulminante y llena de coraje que les lancé. Pero apenas si les di la espalda, pude escuchar sus carcajadas que se hundían como dagas en orgullo y me dolían más que el porrazo que me había dado por mi propia torpeza.

Éstas y otras anécdotas más forman parte de un repertorio de divertidos recuerdos con los que aún solemos solazarnos quienes vivimos aquellos memorables años del despacho en el González Cárdenas.

Todos esos sucedidos reafirman mi convicción de que el ejercicio de la abogacía y el mundo del Derecho no están reñidos con el buen humor. Quien crea que el abogado es todo solemnidad se equivoca rotundamente. Es más, si la vida no es seria, menos lo va a ser una pequeña parte de ella.

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