Hubo un tiempo en que las parejas daban el paso al matrimonio casi con una mano atrás y otra adelante y con la pura bendición de Dios.
Se corrían un par de avisos en una comunidad donde todos se conocían, mediante los cuales el cura del lugar simplemente decía: “Se casa Juanito con Petrita, lo que se hace del conocimiento de esta feligresía por si alguien tiene algún impedimento”, y santo remedio.
La inmensa mayoría estaba consciente de que ese trascendental paso era, como reza los cánones, definitivo: hasta que la muerte los separe, porque se cumplía cabalmente con aquello de que lo que ata Dios en el cielo, no lo debe desatar el hombre en la Tierra.
Pero los tiempos han cambiado y ahora todo es más complicado, comenzando por las exigencias que mutuamente se imponen los futuros consortes y terminando con la facilidad con la que afirman: “Total. Que al cabo si no funciona ‘pos’ nos divorciamos”.
Vi, una vez, en Río de Janeiro, en aquellos años en que el mundo se me presentaba como un pañuelo, una tienda de muebles cuyo nombre era: “Matrimonio Perfecto: Cama y Mesa”.
En efecto, salvo raras excepciones, en aquellos años de los que hablo uno se casaba apenas con lo indispensable y desde luego eso era específicamente en dónde hacer el amor y dormir (en ese orden) y en dónde comer, aplicando el conocido principio de que contigo, pan y cebolla.
De hecho ese fue nuestro caso. Un pequeño departamento rentado por la avenida Bravo, una cama mandada hacer ex profeso para el espacio que había disponible y un comedorcito, junto con un refrigerador y una estufa. Y párele de contar.
¡Ah! un estéreo que nos regaló Neto; y todo decorado con los adornos que nos habían enviado con motivo de la boda, algunos de los cuales eran idénticos, repetidos; porque seguramente en cierta tienda comercial debe haber habido por esos días un remate de saldos.
No teníamos más, pero tampoco lo necesitábamos. Ni nadie condicionó la celebración de nuestro matrimonio a que contáramos con una casa propia, muebles ad hoc, dos automóviles, una acción del Campestre, o cualquier otra de esas cosas que ahora muchas parejas consideran como indispensables para la vida en común.
Supongo que después de ocho años de noviazgo, ya lo que queríamos era casarnos.
El hecho de que las parejas de este tiempo supediten la celebración del matrimonio a contar con determinados bienes materiales le quita mucho del romanticismo de que está revestido ese acto, pues hace que parezca que el amor no puede existir sin ciertas comodidades.
Pero además de los requerimientos materiales que se impone la pareja, están los exigidos por la Iglesia y el Estado.
Quizá, comparativamente, sean mayores y más engorrosos los requisitos de la Iglesia que los del Estado, pero parecería que ambos tienden a disuadir a la pareja para que no se case y opte por la vía del “amor libre” o la de “robarse” a la novia y llevarla depositar en un hogar decente en tanto que los padres acceden a un casorio por la vía rápida.
Porque además de los consabidos avisos parroquiales, la Iglesia les exige a los futuros contrayentes la asistencia obligatoria a una serie de pláticas en la que tienen que escuchar pacientemente conceptos y recomendaciones que lejos de animar a la pareja a que den ese paso confiando en la protección Divina, la desalientan.
Si a eso le añadimos lo complicado y costoso que es conseguir el templo para casarse, el cura que oficie, los arreglos de la Iglesia, los anillos, las arras, el lazo, los cojines, el coro, entre otras muchas cosas, el pobre novio acaba por pedir esquina, porque la novia y sobre todo la mamá de la novia, andan encantadas comprando aquí y allá, pues no sin fundamento se afirma que el punto “G”, las mujeres lo tienen en el “ShoppinG”.
Entre otras esas cosas se encuentran las invitaciones para el banquete de boda, pues además de que el invitado, una vez enterado del día, hora y lugar del evento sólo extrae la pequeña tarjetita para tener acceso a la fiesta, me cuentan que cada vez ese tipo de invitaciones cuestan y todo para que vayan a parar al bote de la basura.
Por otra parte, hace años dar el paso de divorciarse era casi tomar la decisión de ser excluido del grupo social y ahora, es frecuente, como comentaba, escuchar a los jóvenes decir que se casan con la confianza de que si no funciona se divorcian y santo remedio.
Lo mismo pasa con el matrimonio religioso, pues ahora resulta que el derecho canónigo y la jerarquía católica acabaron con la indisolubilidad de ese acto sacramental, de manera que hoy es posible lograr su anulación, entre otras razones por la subjetivísima de que no había amor al momento de contraerlo (¿cómo probarlo?) o porque la pareja no creía, al celebrarlo, en que éste era indisoluble. Qué paradójico y contradictorio es que se anule un matrimonio por estas razones, pero así es.
El divorcio civil, a su vez, es una vía a la que se recurre cada vez con mayor frecuencia y si bien es cierto que en muchos casos hay razones y causales perfectamente fundadas para su procedencia, también lo es que el número de los que se realizan por mutuo consentimiento ha ido en aumento en forma que llama la atención.
La institución está ahí y como tal debe ser utilizada cuando la vida en común se torna insoportable, porque se ha perdido el amor y el respeto y continuar así implica poner en serio riesgo a los hijos, que ninguna culpa tienen de las desavenencias de sus padres y sin embargo se ven afectados por las decisiones que éstos adoptan.
Pero llama la atención el hecho de que en no pocas ocasiones las diferencias existentes entre los cónyuges son superables al través de la tolerancia y la paciencia, a pesar de lo cual no se recurre a estas virtudes y se van casi de inmediato al procedimiento de divorcio a fin de finiquitar aquéllas. Se opta por lo fácil, por la vía del menor esfuerzo aún en los casos en que no hay razones de peso para dar por concluido el matrimonio.
Entre las exigencias que mutuamente se imponen las parejas para contraer el matrimonio, las establecidas por la Iglesia y el Estado y las mayores o menores dificultades para disolverlo en ambas instancias, esta institución parece condenada a desaparecer, de manera que no sería remoto que en poco tiempo se vea como bichos raros a aquellos que permanecen casados.
Y en realidad no habría problema de que el matrimonio desapareciera como institución jurídico-religiosa, si las parejas que establecieran una vida en común lo hicieran con base en el amor. Pero lo más probable es que llegara a privar en esa decisión la simple conveniencia de la comodidad de dar por concluida esa vida en el momento en que se les antojara y a la menor provocación, lo que no sería saludable desde el punto de la estabilidad social.
No obstante los tiempos que corren y sus discutibles prácticas, para mí el matrimonio perfecto, al margen de dificultades y boatos, debe seguir sustentado tan sólo en esos dos pilares de cuatro patas cada uno: Cama y Mesa.