Mi padre, era un enamorado de la música. Diariamente se deleitaba escuchando melodías grabadas, primero, en aquellos discos de setenta y ocho revoluciones y por eso, yo aprendí las letras de muchas y muy viejas canciones.
De una de ellas, que por cierto le gustaba mucho a don Ricardo, se me quedó grabada esta frase: “Dicen que los que mueren nunca vuelven, a turbar al que vive en este mundo...”.
Y yo me preguntaba, al escuchar esa canción, si en verdad los que traspasan la frontera entre la vida y la muerte ya jamás regresan. Me preguntaba también si por ello a la muerte le llamaban “el viaje sin retorno”. O si en algunos casos, los espíritus de ciertas personas siguen vagando por aquí cuando aún tienen cuentas pendientes por saldar.
He sabido de experiencias de esa naturaleza, visto películas y leído libros sobre este tema. Pero no obstante lo que otros pudieran decirme y hasta mi deseo de volver a ver a algunos de mis seres queridos que ya no están conmigo, nunca he vivido una experiencia que me ponga cara a cara con aquellos que habitan en el reino del silencio.
El único que tocaba las dos orillas de ambos reinos, según la mitología egipcia, era Caronte, quien tenía a su cargo la tarea de cruzar en su barca las almas de los muertos al través de la laguna Estigia y el río Aqueronte.
Aunque había una forma de liberarse de tan rutinario trabajo, que por lo demás era bien remunerado, se puede decir que Caronte era el único que sabía lo que había en cada uno de estos mundos. Pero su barca sólo podía ir cargada de aquí para allá. Nunca a la inversa.
Por eso hasta la fecha me sigo preguntando si en verdad la parte aquella de la canción es cierta y si hay forma de pasar de un plano a otro. Si los que mueren sólo han cambiado de dimensión y ellos sí nos pueden ver a nosotros y nosotros a ellos sólo por excepción.
Confieso que me gustaría tener el poder de convocar de cuando en vez, a alguno de ellos y sentarnos a platicar sobre algunas cosas que me quedaron pendientes de aprender o saber. Me gustaría poder hacerlo, sobre todo en mis largos ratos de soledad.
Me gustaría, desde luego y por separado, poder platicar ahora con mis padres. Saber qué piensa él de cuanto he vivido todos estos años desde que se marchó.
De entrada, seguramente me reprocharía mis incursiones en la vida política, porque nunca le agradó ese ambiente. Decía que muy pocos, contados, eran los que incursionaban en ella por verdadera vocación de servicio. “A la mayoría —solía decir— los mueve la ambición, el sentirse poderosos, halagados e hipócritamente bien recibidos”.
Volver a ver a mi madre. ¡Qué gran privilegio! Sentarnos en la sala de la casa, como lo hicimos muchas tardes, a esperar que llegara mi padre. Le gustaba dedicar ese tiempo a platicarme historias de su familia y a recitar poemas, como: “Los motivos del lobo”, de Rubén Darío, que no obstante su extensión se sabía de principio a fin. O aquel otro de Luis Lajous: “Los tres Padres Nuestros”, que le fascinaba.
A sabiendas de su gusto por la poesía, le pedía que me declamara y ella lo hacía sin necesidad de mayores ruegos. “El varón que tiene corazón de lis, alma de querube, lengua celestial, el mínimo y dulce Francisco de Asís, está con un rudo y torvo animal...”. Si tuviera la oportunidad de estar de nuevo con ella, seguramente sería ésa una velada (porque vendría de noche) llena de poesías y recuerdos familiares.
Si pudiera convocar a los ausentes para que vinieran a platicar conmigo, reclamaría la presencia de dos muy buenos amigos míos que no se conocieron en este mundo. Mandaría traer ante mí a Manuel García Peña y a Daniel Hernández Isaís.
Sus vidas jamás se cruzaron mientras anduvieron por este mundo. Pero ambos, amaban el derecho y practicaban la justicia.
Los dos se marcharon debiéndome muchas enseñanzas, por lo que reunirme con ellos sería la oportunidad para arrancarles nuevos conocimientos, interpretaciones y criterios jurídicos y desde luego, su visión del México actual. Sólo una vez en mi vida, he tenido la impresión de que los muertos sí vuelven, aunque sea en sueños.
Fue en el año de 1983, allá por el mes de julio, más de seis años después de su muerte, cuando me encontraba en Río de Janeiro tomando un curso de Derecho Internacional, impartido por la Organización de Estados Americanos.
Me hospedaba en un confortable hotel localizado a sólo una cuadra de la playa de Copacabana y a pesar del tiempo que debíamos de dedicar al estudio, no faltaban oportunidades para recorrer restaurantes y bares, que los hay y muy buenos en Río.
Debo decir, como dato importante, que mi padre sufría con frecuencia de calambres en las pantorrillas, por lo que, cuando eso sucedía, era común que nos despertara a media noche para que le ayudáramos a caminar por el pasillo de la casa a fin de distender el calambre y el dolor que éste le provocaba.
Así las cosas, una de aquellas noches, después de haber vagado junto a Alonso largas horas por Copacabana, Lebón e Ipanema y haber ido hasta Lagoa a escuchar Jazz en el “Chicos Bar”, regresamos de madrugada al hotel y caí súpito, en un profundo sueño.
Soné, que junto a mi padre recorría de nuevo esos lugares y disfrutábamos alegremente de todo cuanto para nosotros era una novedad.
En un momento dado del sueño, aún en estado de inconsciencia, dije para mí: “Esto no puede ser posible. Mi padre está muerto y no es real que ande aquí conmigo”.
Pensarlo y decírselo en el sueño, fue todo uno. Pero por respuesta obtuve de él una dulce sonrisa, al tiempo que aspiraba una deliciosa bocanada de humo del cigarrillo que sostenía en su mano izquierda.
Es todo cuanto recuerdo de aquel sueño, pues me despertó súbitamente un intenso dolor en la pantorrilla, producto de un fuerte calambre. Pensé entonces y lo sigo pensando ahora, que fue su forma de decirme: “Aquí estoy contigo”.
Si pudieran regresar, usted, ¿a quién le gustaría volver a ver?