Todos hemos tenido o tenemos el sueño, la obsesión o el simple deseo de conocer y estrechar la mano de un hombre famoso, un personaje de las letras, de la pintura, la farándula o la de un estadista.
Conozco personas que han hecho verdaderos actos de locura con tal de sacarse una fotografía con Lupe, el del extinto grupo “Bronco”, o con Gaspar Enaine, mejor conocido en el mundo del espectáculo como “Capulina”.
Pues bien, esta es la historia en breve de un sueño que se concretó después de treinta años de estarlo acariciando.
Ayer por la mañana, como suelo hacerlo de cuando en vez, se reuní a desayunar con mi buen amigo Armando Sánchez Quintanilla. Sus ocupaciones como secretario general de la Universidad Autónoma de Coahuila y las mías nos impiden reunirnos con la frecuencia que quisiéramos. Pero invariablemente, cuando lo hacemos, dedicamos buen tiempo a hablar de literatura.
Armando es un gran conocedor y ferviente enamorado de la obra de Gabriel José de la Concordia García Márquez, a quien sus amigos, que al través de sus libros se cuentan por millones, lo ubican simplemente por el nombre de “El Gabo”.
Treinta años lleva Armando leyendo y releyendo (aplicando el consejo de Borges) a García Márquez y eso le ha permitido ahondar en su obra y paladear cada frase, cada anécdota, cada personaje y cada cuento del maestro del realismo mágico.
Pues hete aquí que mi amigo se entera del homenaje que el Tecnológico de Monterrey le preparó al Gabo dentro de los festejos para conmemorar los sesenta años de haber sido fundada esa prestigiada institución de educación superior y maniobró para estar en el evento, seguro de que eso le permitiría realizar su sueño de estrechar la mano del escritor colombiano y quizá hasta obtener una dedicatoria en alguno de sus libros.
Me cuenta que el homenaje estuvo soberbio. Por demás emotivo y anecdótico gracias a la participación de personalidades como la de Gonzalo Celorio. Casi dos mil personas abarrotaban el auditorio “Luis Elizondo” del Tec, quienes en un momento dado le pedían al Gabo que hablara, pero él se negó con humildad alegando, como lo dijo: “Escribo para no tener que hablar”.
En su intervención Celorio dijo, entre otras cosas: “Gracias a ‘Cien Años de Soledad’ nuestro Continente por fin cuenta con su Biblia, que relata nuestra historia con sus éxodos, maldiciones, esperanzas, transformaciones y recurrencias... En esta novela están plasmadas nuestras historias más sagradas, nuestros afanes más empeñosos, nuestras ensoñaciones más esperanzadas”.
Y en efecto, las historias del Gabo son nuestras historias. Las de nuestros pueblos. Las historias que se tejieron en las casas de nuestras abuelas. Las que narran las penurias de nuestros ancestros. Las que cuentan nuestros sueños y frustraciones.
Todo esto y mucho más presenciaba con avidez y emoción mi amigo Armando mientras asía fuertemente con sus manos un ejemplar de los “Doce Cuentos Peregrinos” que llevaba expresamente con la intención de lograr que el Gabo se lo dedicara.
Terminado el homenaje, Armando tuvo la gran oportunidad de saludar a García Márquez, tomarse una foto con él y al poco tiempo, en una comida, de que le dedicara ese libro en el que se contienen deliciosas historias surgidas de la pluma de uno de los escritores latinoamericanos más prolíficos y renombrados de nuestro tiempo.
Treinta años tuvieron que pasar para que Armando viera su sueño hecho realidad, que seguramente era el mismo sueño de muchos, la mayoría, de los que pudieron acudir a ese homenaje que el Tec. de Monterrey le hizo al Gabo quien a pesar de su constante reticencia a aceptar esos reconocimientos esta vez se dejó querer por sus anfitriones y admiradores.
En el libro: “El olor de la guayaba”, que contiene conversaciones con su amigo y periodista Plinio Apuleyo Mendoza, al hablar sobre el oficio de escribir, el Gabo sostiene: “Lo peor que le puede ocurrir a un hombre que no tiene vocación para el éxito literario, en un continente que no estaba preparado para tener escritores de éxito, es que sus libros se vendan como salchichas. Detesto convertirme en espectáculo público. Detesto la televisión, los congresos, las conferencias, las mesas redondas...”.
No obstante esa forma de pensar y de la mortificación que hubiera podido significarle a él, a mí me hubiera gustado estar ahí, poder estrechar su mano y lograr que me dedicara uno de sus libros. Pero lo más cerca que estuve de él, fue ya hace muchos años. Recuerdo que era el año de setenta y siete y yo estaba en París hospedado en un hotel de quinta, porque no había sexta, por la calle de Las Escuelas, en pleno Barrio Latino y me había citado con un pequeño grupo de compañeros en un café ubicado sobre bulevar San Michel.
Por alguna razón que no recuerdo, llegué tarde a la cita, sólo para morirme de la envidia, pues mis amigos me contaron que hacía unos minutos García Márquez se había ido de ahí. Al reconocerlo, ellos lo abordaron, le invitaron un café y platicaron brevemente con él. ¡Lástima! La vida no tenía destinado para mí un encuentro tan agradable, porque además, eran los días en que el Gabo circulaba por esos sitios sin prisas y a placer.
Es ésta, como diría García Márquez, “una historia lineal donde con toda inocencia lo extraordinario entra en lo cotidiano”. Pero así es como se realizan los sueños. En un momento cualquiera se tornan aquí y ahora.
Todos tenemos uno de estos sueños por realizar, pero no todos podremos realizarlo.
Esta semana fui testigo de un sueño de Armando hecho realidad.
Sin embargo, no sé qué me alegra más. Si su sueño realizado o el mío en el que aún se mantiene viva la esperanza de su posible realización.