Transformar la Necesidad en Virtud.- A estas alturas ya es posible afirmar que la campaña electoral del 2003 ha sido un desastre, un proceso que no estuvo, ni de lejos, a la altura de esa nueva democracia que, tras gran esfuerzo y gasto, hemos conseguido instalar en México. Si la esencia de la democracia moderna es la competencia por el apoyo ciudadano entre dos o más élites políticas mediante la presentación de proyectos de futuro coherentes y significativamente diferentes para que la elección tenga sentido, entonces resulta que en el México del 2003 hay democracia pero sin esencia. Once grupos políticos organizados como partidos compiten por el voto, pero como conjunto han sido incapaces de hacer llegar al elector auténticos proyectos de futuro: metas plausibles, importantes y acompañadas de los medios para lograrlas. Esos partidos se han conformado con hacer una campaña tan costosa -¡5000 millones de pesos de dinero público se les transfirieron este año!- como vacía de contenido. Al final, los aparatos partidistas resultaron incapaces de cumplir con su deber de formular y difundir plataformas sustantivas. Sus dirigencias forman una clase que vive muy bien de algo que hacen muy mal. Sin pecar de injusto, la de hoy puede ser calificada de política de video clip. Sin embargo, en el desastre hay una oportunidad, aunque no es seguro que se sepa aprovechar. Si el grupo dirigente mexicano en su conjunto hace una evaluación seria de su actuación, quizá aún pueda salvar algo del naufragio y abrir un espacio de negociación efectiva que despeje el camino para que transitemos hacia un cambio sustantivo en la forma y en el contenido del ejercicio del poder público.
En efecto, cuando pasen unas elecciones federales y seis locales que, en términos generales, van a dejar casi igual la correlación de fuerzas, —el PRI va a quitarle al PAN Nuevo León, pero el PAN puede hacer lo mismo en San Luis Potosí y quizá en otro estado- pueden darse condiciones para que las desprestigiadas dirigencias encuentren conveniente llevar a cabo un cambio de actitud y decidan, por su bien, embarcarse en negociaciones que nos permitan salir del empantanamiento en que hemos caído. Y no se trata de un simple buen deseo, sino algo factible, aunque para ello se necesita inteligencia y voluntad. Para que, en la segunda mitad del sexenio pueda surgir una actitud más constructiva entre quienes se dedican de manera profesional a estas actividades no se requiere apelar al altruismo del presidente o de los partidos ni mucho menos, sino a su sentido de supervivencia y capacidad de cálculo e imaginación.
En efecto, los líderes de los tres grandes partidos tienen hoy elementos para suponer que cada uno de ellos tiene posibilidades de conquistar la presidencia en el 2006 y justamente por ello les conviene desde ahora empezar a destrabar el proceso de cambio y desbrozar el campo que van a cultivar en el siguiente sexenio. Por su parte, el presidente Fox puede encontrar que la segunda mitad de su gobierno le permite una gran libertad de maniobra por dos motivos de naturaleza muy distinta. En primer lugar, porque las expectativas sobre él y su mandato han bajado mucho; pocos esperan ya grandes acciones del Ejecutivo, sobre todo tras fracasar en el intento de lograr una mayoría legislativa para su partido. Justamente por eso, la presión va a ser menor. Por otra parte, en el nuevo régimen el presidente ya no puede imponer a su sucesor, por ello Fox puede, si quiere, encausar la energía que le resta no para hacer llegar a “Los Pinos” al designado por el “dedazo”, sino a algo diferente, más digno, constructivo y, sobre todo, legítimo: a consolidar no a “alguien” en el 2006 sino a “algo”: a la democracia. Así, a partir del resultado ya muy sabido de las elecciones del seis de julio, el Presidente puede enfocar su voluntad y energía a construirse un mejor lugar en la historia del que le correspondería de seguir dedicado el resto del sexenio a administrar la mediocridad imperante. Un Presidente libre de grandes expectativas y de exigencias sucesorias, quizá pueda lograr elevarse por sobre la mera actividad partidista -justo como no lo hizo durante la campaña que acaba de concluir, donde socarronamente y sin mayor éxito, empleó la alta tribuna presidencial para hacer pequeña política de partido- y sin buscar ventajas particulares, piense y actúe en términos históricos. De intentarse lo anterior, se podría extraer grandeza de una situación donde domina lo opuesto: la pequeñez, la mezquindad, la miseria.
Es Necesario Cuidar lo que ya Logramos.- La gran abstención electoral que se vaticina para el próximo seis de julio y la indiferencia ciudadana no son, en sí mismas, nada sorprendente en democracias bien establecidas. Pero ese no es el caso de la nuestra, que es recién nacida y donde, si se ahonda la desilusión con la política, bien puede convertirse en desilusión con el régimen mismo, es decir, con la democracia. Además, como afirma Sami Naïr, politólogo de la Universidad de París, las democracias latinoamericanas, como conjunto, tienen una problemática difícil de resolver: están asentadas sobre una base social no desarrollada (El País, 28 de junio).
Es evidente que México nunca ha sido un terreno social propicio para cimentar un tipo de régimen que por su naturaleza debe aguantar los efectos del juego y choque de las contradicciones de clase y de los conflictos de intereses. La mexicana será, como afirma Vicente Fox, la séptima economía del mundo, pero también es una sociedad relativamente pobre -en el año 2000 el ingreso per cápita era apenas un séptimo del de Estados Unidos- que desde hace veinte años está atada a un sube y baja económico cuyo resultado neto es un crecimiento casi nulo y donde, no obstante las últimas cifras oficiales, persiste una pésima distribución del ingreso y la mitad de su población viviendo en diferentes grados de pobreza. Además, su marco institucional -el que debe resistir cotidianamente las consecuencias del choque de intereses- es aún débil, en particular en lo jurídico y en la impartición de justicia sustantiva. Un ejemplo de esa gran debilidad se tiene en el fallido intento del Gobierno Federal de llevar a cabo la construcción de un gran aeropuerto en las cercanías de la capital -supuestamente la mayor obra pública del sexenio.
El proyecto fracasó antes de despegar por errores de los responsables y por lo imperfecto de las instituciones que debían canalizar y resolver con justicia el conflicto de intereses entre los propietarios de la tierra -ejidatarios—, los constructores, los concesionarios y los futuros usuarios. En suma, en el caso mexicano el problema político es particularmente complicado, pues la consolidación democrática debe enfrentar, a la vez, falta de tradición, desencanto y debilidad de la base social. El problema de hoy no es nuevo. Fue peor en nuestra historia.
El Empantanamiento.- Acaba de aparecer el segundo tomo de la trilogía de Enrique González Pedrero, País de un solo hombre: el México de Santa Anna, (México: Fondo de Cultura Económica). Se trata del intento más reciente por explicar no sólo al “hombre indispensable” o la élite del poder mexicana de los primeros años de vida independiente, sino también por recrear las presiones y vaivenes a los que estuvo sujeta una sociedad que acababa de empezar a descartar las instituciones heredadas de su pasado colonial pero que no podía realmente adoptar las nuevas y “modernas” que proponía la Constitución de 1824. Es verdad que el México de hace 170 años era una sociedad muy distinta de la actual: básicamente campesina, de demografía escasa -unos ocho millones de habitantes- dispersa en una superficie inmensa -cuatro millones de kilómetros cuadrados-, casi sin comunicación -su impresionante geografía aún no estaba cruzada por ferrocarril alguno- tan indígena que en muchos lugares el español no era todavía la lengua dominante y donde el analfabetismo se mantenía reinante. Se trataba de una sociedad que aún no tenía idea clara de lo que implicaba estar encajada dentro de un Estado nacional y que se encontraba cruzada por enormes diferencias regionales, de clase y de raza.
En un terreno tan poco propicio y casi desde el principio, el pequeño pero estridente grupo dirigente se dividió en dos facciones rivales que resultaron tener muy poco gusto por el compromiso y un peso casi similar: la de los federalistas y liberales por un lado frente a los centralistas y conservadores, por el otro. En esa sociedad tan poco homogénea, los intereses de clase quedaron abiertamente contrapuestos: los de las élites de comerciantes, propietarios y mineros no coincidían entre sí ni con los de la incipiente clase media o con los del clero y el ejército y menos con los de las masas populares. En ese ambiente, señala González Pedrero, las pugnas políticas, que cada vez se hicieron más enconadas, llevaron casi de manera natural a buscar al gran árbitro, al “hombre indispensable”, es decir, a Santa Anna.
Para entonces México había cambiado lo suficiente para que el proyecto conservador de recrear las instituciones de finales de la colonia fuese imposible, pero no había cambiado tanto como para hacer posible el proyecto liberal, que requería ciudadanos donde aún no los había. Ese empate de irrealidades resultó catastrófico, pues imposibilitó la apertura de un acuerdo entre facciones que no tenían tolerancia pero tampoco la capacidad para sobreponerse al adversario aunque sí la suficiente como para persistir. Esa situación abrió posibilidades a las ambiciones externas de Estados Unidos y otorgó, por de fault, un papel central a quien no debió tenerlo: al ejército y a través del ejército a un personaje carismático, habilidoso pero militar mediocre, débil de carácter, soberbio, irresponsable e incluso cobarde: Santa Anna. El movimiento de Ayutla mandó finalmente a Santa Anna, a “Su Alteza Serenísima” al basurero de la historia pero a un costo enorme. Desafortunadamente, el triunfo liberal de entonces no significó que México dejara de ser “país de un solo hombre”.
En efecto, las instituciones que no se crearon en la primera etapa de vida independiente llevaron a que sólo la muerte lograra separar a Benito Juárez de la presidencia. Y en 1910 fue necesario un movimiento armado —mismo que desembocó en una gran revolución social—, para apartar al general Porfirio Díaz, de esa misma presidencia, pues logró aferrarse a la misma por 27 años ininterrumpidos. El México que surgió de la Revolución no fue afectado por ningún empate de fuerzas, pero el péndulo se fue al otro extremo. Y como el grupo revolucionario se impuso absolutamente tanto sobre las élites del antiguo régimen como sobre su ala radical, en 1929 dio origen a un auténtico partido de Estado. El país dejó de ser de “un solo hombre” pero se transformó en “país de un solo partido”. La concentración autoritaria del poder en una institución -PNR-PRM-PRI- tuvo una larga vida, pues no estuvo sujeta a los vaivenes de la biología. Por fin y tras un esfuerzo muy arduo y prolongado, México arribó en el 2000 a la anhelada meta democrática, pero la base del nuevo régimen está resultando ser muy frágil.
El Nuevo Empate y la Manera de Manejarlo.- Como en el inicio de nuestra vida independiente, la sociedad mexicana está muy cruzada por fuertes contradicciones de clase y región y el proceso político vuelve a estar marcado por un empate. Sin embargo, ese equilibrio de un sistema que descansa en “dos partidos y medio” no tiene necesariamente que llevar a una catástrofe como en el pasado, ni siquiera al mal resultado que hemos tenido hasta ahora. Ya existe el mínimo andamiaje institucional así experiencia y conciencia del peligro. Por eso cabe esperar que, sino por patriotismo al menos por interés propio, los diferentes grupos dirigentes asuman una actitud menos irresponsable y desde luego completamente alejada de la que asumieron sus contrapartes en el pasado. Hoy se debe y se puede empezar a negociar en serios acuerdos y compromisos para dar a México una política de altura, una que no haga necesario que resurjan hombres o partidos “necesarios” ni que se abran más flancos vulnerables frente al exterior. Los errores deben convertirse en aprendizaje y transformación de patrones de conducta.