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Agenda Ciudadana/La calidad como problema central de nuestra política

Lorenzo Meyer

Después de Todo, que Argentina no está tan Lejos.- Si pudiera hacerse una escala de la calidad de los sistemas políticos de América Latina, supongo que México se encontraría en algún punto entre la Argentina y el Brasil, pero acaso más cerca de la primera que del segundo. Y esa es justamente la tendencia que debemos revertir, aunque no es evidente cómo lo podremos lograr. En esta etapa del desarrollo político mexicano la tarea inmediata más importante es, desde luego, la institucionalización y consolidación de la democracia por tanto tiempo buscada pero apenas hoy lograda. Hasta el momento y a pesar de los contratiempos, todo permite suponer que hemos marchado en la dirección más o menos correcta, pero no en la forma, velocidad y seguridad deseadas. Es por eso que ahora, al lado positivo del despegue del nuevo siglo político mexicano, le acompaña una sombra que amenaza con opacar y empezar a dañar lo logrado. Y esa sombra es producto, sobre todo, de la baja calidad de la política actual o, si se quiere ser más específico, de la inmensa mayoría de los políticos. Como lo muestra hoy el espejo argentino, la mala calidad del proceso democrático puede llegar a desembocar en un callejón sin salida, en una crisis de grandes costos económicos, sociales, políticos y, sobre todo, morales. No es México, desde luego, el único país latinoamericano donde el proceso político ha perdido calidad y rumbo: Ahí están, para probarlo, los casos de Venezuela, de su vecina Colombia o de Perú, aunque sin duda el ejemplo más dramático por el contraste entre posibilidades y realidades, es justamente el de Argentina.

En efecto, un país que en 1982 se sacudió a una brutal dictadura militar, que luego puso su peso a la par con el dólar y siguió una política económica ortodoxa, que buscó forjar una nueva “relación especial” con Estados Unidos basada en la democracia y en el apoyo a las posiciones norteamericanas en la arena internacional (relación “carnal”, la llamó en un momento de entusiasmo o sinceridad un ministro de Relaciones Exteriores argentino), con el correr del tiempo, y debido a los intereses creados y a la corrupción, cayó en una profunda crisis económica que de inmediato se tradujo en política. El indicador más dramático no es el desplome del 16 por ciento de su PIB en el 2002, sino el que, en promedio, hoy mueran entre ochenta y cien niños diariamente como resultado de la desnutrición, y eso a pesar de que el país es uno de los más grandes productores de alimentos del mundo, donde la última cosecha de granos fue estupenda: 70 millones de toneladas (El País, 24 de abril, 2003).

Una Economía Anémica.- La falta de eficacia y atractivo de la etapa inicial del nuevo régimen mexicano se explica por una compleja combinación de factores entre los que resaltan tres, por cierto, muy fáciles de identificar pero muy difíciles de modificar: La falta de dinamismo de la economía, la naturaleza de la élite gobernante y la heterogeneidad y las grandes y crecientes divisiones de la sociedad mexicana. Se puede discutir si se debe o no poner al factor económico a la cabeza de las variables que explican nuestros problemas políticos actuales, pero no hay duda que el mal funcionamiento de la máquina económica se ha prolongado por mucho tiempo y ha terminado por desmoralizar a la sociedad. Por ejemplo, quienes nacieron en 1982 —cuando se acabó de golpe el espejismo alimentado por José López Portillo de usar al petróleo para dejar atrás el subdesarrollo y “administrar la abundancia”- son ya demandantes de un puesto de trabajo, pero resulta que desde que adquirieron conciencia de su entorno social, el país ha estado sumido en la falta de oportunidades, en la desesperanza, en la duda sobre el futuro. Los millones de mexicanos nacidos a partir del 82 están llegando a la edad ciudadana en medio de una falta crónica de empleos y donde las oportunidades existentes son, en general, mediocres o nulas. Para ellos, el advenimiento reciente de la democracia no ha significado ninguna diferencia material, pues del 2000 al 2002, y según las cifras oficiales, el PIB mexicano a precios constantes apenas si fue capaz de aumentar en un ridículo 0.56 por ciento. En suma, la democracia mexicana tiene un entorno material muy poco propicio para legitimarse y arraigar, pues el ingreso promedio del ciudadano no sólo no ha crecido sino que ha disminuido. Así, alguien puede preguntar ¿democracia para qué? ¿El cambio de régimen se ha traducido en una mejora en la calidad general de la vida? ¿La “riqueza” en la oferta política actual compensa el empobrecimiento y deterioro del ambiente físico? A quien hiciera esas y otras preguntas parecidas, no resulta fácil responderle.

México ya lleva veinte años de un crecimiento económico que, en promedio, es muy mediocre. Al inicio se culpó al modelo económico, pero hace más de tres lustros que se decidió modificar, de raíz, la naturaleza de ese modelo para adecuarlo a las exigencias de la teoría y la práctica dominantes: La del capitalismo global. En efecto, México pasó de tener una economía cuya velocidad y dirección dependían del gasto público en un mercado interno relativamente protegido pero pobre, a otra supuestamente afincada en el enorme y rico mercado libre e internacional. El Tratado de Libre Comercio (TLC) prometió y cumplió con aumentar enormemente las exportaciones pero también las importaciones, y al final, un cambio tan espectacular no ha sido capaz de tener un gran impacto en el inmenso mar social mexicano, donde dominan las actividades informales y de muy baja productividad. Es apenas ahora, cuando los analistas vaticinan que continuará el estancamiento económico norteamericano, que el presidente Fox pareciera decidido a considerar una alternativa: La posibilidad de volver de nuevo los ojos al desdeñado mercado interno, -léase su discurso del primero de mayo- para inyectar energía a la demanda de bienes y servicios producidos básicamente en México y con insumos nacionales, pero es sólo un proyecto al que le falta mucho para ser realidad.

El régimen del PRI perdió su legitimidad pragmática porque, entre otras cosas, no pudo sostener el buen ritmo del crecimiento económico que se logró entre la II Guerra Mundial y el inicio de los años setenta del siglo pasado. ¿Le puede suceder algo parecido a la democracia? Ojalá no, pero es una posibilidad.

El Carácter de las Élites.- El segundo factor que afecta negativamente al proceso político mexicano actual, es la baja calidad del liderazgo político en general aunque, desde luego y como siempre, hay excepciones pero son sólo eso, excepciones. En este campo la democracia ofreció, por voz de Vicente Fox, nada menos que la excelencia, pero en la práctica los resultados han probado lo contrario. Desde el lado del gobierno, no se ha logrado la prometida reforma del Estado, tampoco la solución del problema de Chiapas ni las verdaderas reformas fiscal, laboral, energética, educativa o judicial, tampoco se ha llevado ante la justicia a ningún “pez gordo” responsable de los numerosos abusos, crímenes y gran corrupción del pasado autoritario, tampoco se ha resuelto el alarmante problema de la inseguridad ni los escandalosos asesinatos de varios cientos de mujeres en Chihuahua o se ha detenido el crecimiento del poder del narcotráfico, etcétera. El nuevo gobierno quiso negociar con los remanentes del viejo régimen para ahorrarse la confrontación abierta y lo único que logró fue la parálisis y darle un segundo aire a las fuerzas del pasado que hoy ya se proponen no sólo sobrevivir sino recapturar el poder. Al inicio se hizo referencia al caso brasileño porque ofrece un punto de contrastante con el nuestro y sobre el que vale la pena reflexionar. En efecto, el cambio de guardia que tuvo lugar hace poco más de cuatro meses en Brasilia, llevó al poder a un líder -Luiz Inácio Lula da Silva- forjado en una larga marcha política que empezó con la creación y fortalecimiento del Partido de los Trabajadores (PT) y siguió con la lenta y muy difícil consolidación de una base electoral popular. Finalmente, todo confluyó en la formulación de un proyecto alternativo al neoliberal, de izquierda pero no utópico y negociado con los aliados y ciertos enemigos potenciales, por ello fue aceptado, aunque no sin reticencia, por una mayoría del electorado.

Lula dio forma a un gabinete plural y de alta calidad, inyectó optimismo al país y le dio a la política una razón de ser moral y práctica: El programa de “Hambre Cero”. Hoy, aprovechando muy bien su “primavera democrática” el mandatario brasileño se ha enfrentando de manera abierta al ala radical de su propio partido y ha negociado bien con los poderosos gobernadores, con los empresarios, la Iglesia Católica y el grueso de la clase política brasileña, el recorte del inviable programa de pensiones públicas y la reforma fiscal. Si todo sale bien, Lula podrá contar con los recursos para llevar a la práctica el programa en contra del hambre. Un proceso similar pudo haber tenido lugar en México, pero la nueva clase política simplemente no tuvo la voluntad ni la imaginación para ello y no estuvo a la altura del reto histórico.

Las Divisiones y las Diferencias.- La explicación del fenómeno político argentino se encuentra, al menos en parte, en la mala calidad de las dirigencias partidistas y en el peso muerto que representan las dos viejas estructuras dominantes: La del Justicialismo y la del Radicalismo. En vísperas de la primera ronda electoral, y en un país con 25 millones 478 mil electores registrados, el conjunto de los cierres de las campaña, apenas si los líderes pudieron reunir cien mil personas para arropar a los varios candidatos y eso gracias a oferta de vino y viáticos para los asistentes (El País, 25 de abril, 2003).

En México nadie puede decir que sus partidos despierten hoy entre la población un entusiasmo muy diferente al de Argentina. Como en el peronismo, la energía del PRI se está gastando en una lucha interna, lucha que, por otra parte, ya es endémica en el partido de izquierda, el PRD. Una parte de la dirigencia del PAN, por su parte, sigue enfrascada en su lucha contra el presidente y su equipo. De ahí que a nadie sorprenda que en la encuesta sobre temas políticos que un diario capitalino llevó a cabo entre una muestra representativa de ciudadanos entre el 12 y el 14 de abril pasados, quedó en claro que más de la mitad de los encuestados -el 52 por ciento- está completamente decepcionada de la labor de los partidos en esa arena vital para el buen funcionamiento de nuestra democracia: El Poder Legislativo. Para esa mayoría ciudadana, los legisladores simplemente no hicieron nada que valiera la pena desde que fueron electos en el 2000. Quizá es injusta la baja estima en que la población tiene a sus legisladores, pero es un hecho político muy desafortunado, particularmente si la tarea a enfrentar en precisamente la consolidación de la democracia. Otro de los indicadores del desencanto relativo con el cambio político es que en los primeros momentos del nuevo régimen las preferencias del electorado llegaron a ser de dos a uno a favor del PAN, es decir, de la fuerza que prometía el cambio. Sin embargo, el cambio no se dio en la forma y la profundidad esperadas y hoy la posición de todos los partidos está prácticamente en el mismo lugar de preferencias en que se encontraban el seis de julio del 2000.

Pareciera como si, al final de cuentas, no hubiera pasado nada importante en el país en materia política; la nueva Cámara de Diputados seguramente no tendrá un mandato claro y la política mexicana conservará la indefinición que le ha caracterizado en los últimos años. Y mientras el tiempo corre, aumenta la polarización entre las clases sociales y las regiones. Un pequeño México de primer mundo, convive al lado de un inseguro México de segundo mundo y ambos están envueltos por un enorme, descreído y desmoralizado México de tercer mundo. Si esa realidad no cambia, la igualdad política que ha traído la democracia tendrá un terreno muy poco propicio para enraizar.

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