Los Jueces.- En la portada de El País Semanal (14 de septiembre) aparece el juez español Baltasar Garzón como representativo de un pequeño grupo de jueces que en América Latina y Europa se han colocado sin ambigüedades del lado de quienes, en un pasado que aún está a tiro de piedra, fueron objeto de la máxima cobardía, violencia e injusticia que es capaz de ejercer un Estado moderno en contra de ciudadanos indefensos. La meta de esos jueces ha sido fincar responsabilidades por crímenes contra la humanidad lo mismo al general chileno Augusto Pinochet, al ex presidente yugoslavo Slobodan Milosevic que al general argentino Leopoldo Galtieri. Obviamente, entre ese grupo de magistrados distinguidos no hay ninguno de México. Sin embargo, la acción de ese puñado de magistrados seleccionado por la revista española, puede darnos también pie a los mexicanos para albergar un cierto optimismote cara al futuro, pues en el mundo ya está tomando forma un conjunto de principios y condiciones que pueden llevar también aquí a una relación entre el Estado y el ciudadano, menos brutal y desequilibrada que en el pasado, más ajustada a la idea de que ninguna “razón de Estado” justifica la violación de derechos fundamentales y que ningún gobernante pueda considerar la impunidad como algo que “viene con el cargo”.
La Situación en México.- No hay duda de que, como en su momento lo aseveró el presidente Vicente Fox, la política de defensa del individuo frente a los abusos del Estado en el pasado reciente fue motivada menos por responder a las exigencias internas de respeto a derechos básicos -que las había y claras- y más por la conveniencia de “complacer la mirada del exterior”. La decisión que en junio de 1990 llevó a Carlos Salinas a dar forma a la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) —una organización cuyo presidente era nombrado por el jefe del Poder Ejecutivo, lo que de entrada chocaba con la posibilidad de una autonomía real del nuevo organismo—, se explica como una necesidad de y una maniobra para construir en el mundo externo una imagen positiva del salinismo, imagen necesaria para llevar adelante su proyecto económico internacional.
El gobierno de Salinas nació de la violación clara de un derecho político fundamental -el derecho al “sufragio efectivo”—. Sin embargo, justamente por estar bajo sospecha a ojos de la opinión mundial, Salinas necesitó tomar acciones que borraran su “sello de origen” -la ilegalidad y el abuso del poder—, sobre todo a ojos de aquellos que podían obstaculizar su meta fundamental: la firma de un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos y Canadá. Para Salinas ese acuerdo era la única vía para superar la crisis económica que había estallado en 1982 y que había destruido todo un modelo de desarrollo. Y en la supuesta defensa de los derechos humanos que Salinas encontró un instrumento útil -uno entre varios— para mejorar su posición frente a la “mirada externa”.
En el momento mismo de asumir el cargo presidencial, en diciembre del 2000, Fox firmó un acuerdo con Naciones Unidas para revisar la situación que guardan en México los derechos humanos; si algo estaba mal, la factura la debería pagar el viejo régimen autoritario. Hace apenas unos días, el Presidente volvió a sostener que la protección y promoción de los derechos humanos sigue siendo un punto central de la acción de su Gobierno.
Subrayó que si bien los Gobiernos que le precedieron actuaron en este campo, lo hicieron sólo para “complacer la mirada del exterior”; en contraste, el compromiso de hoy en la materia es genuino, es de fondo. Ojalá. Es cierto que el actual Gobierno ha procurado distanciarse de las prácticas abusivas del régimen anterior, pero también es cierto que hay elementos inquietantes. Ahí está, por ejemplo, la mala manera y las absurdas razones que se dieron el mes pasado para eliminar la subsecretaría para Derechos Humanos de Relaciones Exteriores encabezada por Mariclaire Acosta. Otro ejemplo en igual sentido es el poco, para no decir nulo, esfuerzo por esclarecer los crímenes políticos del régimen priista a partir de 1968 -la fiscalía creada hace casi dos años para investigar esos abusos del poder no ha dado ningún resultado. Está también por verse cómo responde el Gobierno a las 388 recomendaciones que le han hecho diversos relatores que han visitado a nuestro país desde que el PRI dejó el poder. Algunas fallas son aún resultados de herencias pero otras ya no.
La Prueba por Venir.- Como sea, las afirmaciones presidenciales sobre la seriedad de su compromiso con los derechos humanos van a ser sometidas muy pronto a una prueba sustantiva. En efecto, en este momento está trabajando en México un grupo organizado por el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos y cuya tarea consiste evaluar la situación del país en esta materia. Y vaya que si la materia es amplia, pues va desde los campos tradicionales -la tortura, por ejemplo- hasta otros nuevos: el grado de efectividad del derecho a la salud, al trabajo, a la educación, a un medio ambiente sano, etcétera. Para apreciar la importancia de lo que se está examinando —y juzgando—, lo adecuado es adentrarnos en la historia de la evolución de la desigual relación entre el individuo y el Estado, entre el súbdito o ciudadano —David- y el rey, dictador, jefe de Gobierno o presidente y sus respectivas maquinarias burocráticas: Goliat.
El Punto de Partida.- En cada época y lugar se pueden encontrar un conjunto de preceptos que rigen las relaciones de una comunidad, las normas que el poder dicta para facilitar tanto su dominio como la convivencia en sociedad; las que especifican deberes y derechos. Emociona aún contemplar en el Louvre esa piedra obscura llena de signos cuneiformes que es el Código de Hammurabi, del 1700 a C. En esa estela está gravada la síntesis de una evolución de siglos de las leyes sumerias leyes, obviamente, atribuidas a la divinidad y que se pueden considerar precursoras de las propias de la civilización occidental posterior. Ahí, en piedra, están 280 preceptos propios del derecho civil y criminal de la época, antecesores de nuestros marcos legales. En el código de Hammurabi abundan los castigos severos pero es mínimo el espacio para establecer el derecho del súbdito frente al Estado; el desequilibrio es extremo. En la polis griega la situación cambió y para bien. Se impuso la existencia de ciertos derechos políticos fundamentales del ciudadano frente al poder estatal, como la libertad de palabra y la igualdad ante la ley. Pero hay algo más: en la tragedia de Sófocles “Antígona”, por ejemplo, la heroína desafía a la ley del Estado, en nombre de otra superior: la del derecho natural. En efecto, es con esa base que Antígona da sepultura al cadáver de su hermano a pesar de la prohibición expresa del rey Creonte. Ahora bien, la aceptación de ese derecho natural no salvó a la heroína de ser condenada a muerte. La suerte de Antígona en ese enfrentamiento desigual del individuo aislado con el poder del Estado fue la misma que corrieron millones más y por la misma razón: no había ante quién apelar de manera efectiva.
La Evolución.- Los romanos recogieron de los griegos, entre otras muchas cosas, la idea de la existencia de un derecho natural. Pero en la realidad, la defensa del ciudadano frente al gobierno de Roma, especialmente cuando había una voluntad de llevar a fondo acciones arbitrarias, no contó con instrumentos muy efectivos, como lo pudieron comprobarlo en carne propia todos aquellos que fueron víctimas de césares tan absurdos como sanguinarios, como Nerón o Calígula. La caída de Roma abrió otro nuevo capítulo histórico en Occidente, uno donde la gran herencia griega estuvo a punto de perderse. Sin embargo, con la Carta Magna de 1215 en Inglaterra, se restableció en el Occidente medieval la noción de la existencia de un derecho contra la arbitrariedad del poder, claro que ese escudo protector resultó más efectivo para aquellos que tenían más recursos -los nobles— que para el pueblo. Uno de los resultados positivos de las guerras de religión y sucesión -que hoy nos pueden y deben parecer absurdas y brutales—, fue que en Inglaterra se diera un paso más para equilibrar la desigual relación Estado-súbdito: el Bill of Rights de 1689. En este documento fundamental se asentaron los derechos y libertades de los súbditos frente a la corona. El acta inglesa fue el antecedente directo de la “Declaration of Rights” que redactara George Mason en Virginia, en 1776: se trataba del enunciado de los derechos del ciudadano que luego se incorporarían como diez enmiendas a la constitución norteamericana. En esa constitución se establece, como consecuencia lógica de la igualdad básica y libertad original de los seres humanos, el derecho al disfrute de la vida y a la libertad, a la propiedad y a la búsqueda de la felicidad. Condiciones necesarias para lograr y mantener lo anterior fueron: las libertades de expresión y religión, el que sólo por orden de la ley se perdiera la libertad, el ser juzgado por los iguales, etcétera. Se trató del primer documento que justificó y enumeró los Derechos del Hombre. En términos políticos, esta declaración y la inmediatamente posterior, la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”, votada por la Asamblea Nacional Francesa en 1789, son la mejor síntesis de ese gran momento histórico que fue la Ilustración. En principio, la “razón de Estado” ya no justificaba interferir con lo que la razón humana había identificado como derechos imprescriptibles del ser humano. La teoría había llegado a su meta pero la práctica se había quedado muy atrás. Para hacer realmente universales los derechos enunciados como imprescriptibles había que abolir la esclavitud y el colonialismo y hacer efectiva la igualdad jurídica sin distinción de raza, clase o nacionalidad. Pero había algo más; en el siglo XIX Marx consideró que la posibilidad de una auténtica vigencia de los derechos del hombre -los basados en la libertad, la igualdad y la fraternidad— simplemente no existiría en tanto no fuese superada la razón profunda de la desigualdad y del poder político: las contradicciones de los intereses de clase, la explotación económica de unas clases por otras. Para Marx, la libertad real -la propia del hombre libre de la necesidad— simplemente era imposible en el capitalismo y, desde luego, el supuesto derecho a la “búsqueda de la felicidad” se contraponía con el derecho a la propiedad privada. El siglo XX, en abierta negación del optimismo tanto de la Ilustración como del “socialismo científico”, vio cómo se dieron enormes retrocesos en los derechos humanos con la aparición de la brutalidad burocratizada de los regímenes totalitarios y de otros menos totales pero de su misma especie: los autoritarios. Se requirió una guerra mundial caliente y otra fría, es decir, de un sufrimiento colectivo atroz, antes de que volviera a tener sentido cualquier discusión realista en torno al tema de derechos humanos. Fue en Naciones Unidas donde en 1948 se aprobó la “Declaración Universal de Derechos Humanos”, y en Helsinki, en 1975 —en el contexto de la detente—, 35 países europeos de los dos grandes bloques en pugna aprobaran un acta cuyo capítulo séptimo se titulaba “Respeto de los Derechos Humanos”. Pero la Guerra Fría hizo casi irrelevantes ambos documentos, pues los intereses de las grandes potencias siempre se sobrepusieron a los principios aprobados. Sin embargo y ya sin la URSS, tuvo lugar en 1993, en Viena, la Conferencia Universal para los Derechos del Hombre y fue de ahí que surgió el Alto Comisionado para los Derechos Humanos, ese que está a punto de evaluar la situación en México en este campo.
Para Concluir.- ¿Cómo definir hoy los derechos humanos? No hay que inventar nada, se trata, básicamente, de volver a lo enunciado en el siglo XVIII pero añadiéndole lo sugerido por el XIX. Así, a la defensa de la libertad frente a la arbitrariedad y abuso del Estado, hoy se suman otros derechos donde el Estado debe actuar a favor de los que sólo por vía de su acción pueden obtener salud, educación, trabajo, etcétera. Seguramente en la evaluación de la ONU sobre México va a encontrar fallas por acción u omisión, pero no hay que desanimarnos: el diagnóstico deberá ser un nuevo punto de partida en una lucha que nunca se podrá dar por concluida.