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Agenda Ciudadana/ La política de la Iglesia: La Iglesia en la política

Lorenzo Meyer

Un Problema Más.- Casi al momento mismo de surgir México como nación independiente, se empezó a agudizar un problema que había surgido en la última etapa de la época colonial: el conflicto de intereses entre la autoridad civil y la iglesia católica. El problema se agravaría hasta desembocar en guerra civil abierta y brutal para luego evolucionar en un modus vivendi entre el poder civil y el eclesiástico. En el siglo XX se volvió a repetir el ciclo y hoy, al inicio del siglo XXI, se ha vuelto a plantear el tema del papel de la jerarquía católica en el proceso político nacional. Y aunque son pocas las posibilidades de que la historia se vuelva a repetir con la intensidad del pasado, es mejor no tomar las cosas a la ligera y buscar una solución acorde con los tiempos. Teniendo una agenda nacional tan cargada de temas que son, a la vez, relevantes y conflictivos, resulta cuando menos irritante que se añada uno más de manera casi gratuita: el del activismo político de la iglesia católica. El problema se ha venido incubando desde hace tiempo, pero se colocó en el primer plano por decisión de los dirigentes de la iglesia católica. Primero se dio la insistencia del cardenal Juan Sandoval Íñiguez de sostener sin pruebas adecuadas que el asesinato hace diez años en el aeropuerto de Guadalajara de su antecesor, el cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, fue resultado de una operación de Estado. Ya en esta dinámica, surgió el choque entre algunos partidos políticos y un puñado de obispos y párrocos a propósito de las declaraciones de estos últimos sobre cómo deben los electores católicos emitir su voto. Todo indica que la iglesia continuará encontrando motivos para desafiar a quienes desearían marginarla de la esfera política, como en el pasado. Para un observador externo, la situación descrita puede ser vista como un falso problema. Si México es ya una democracia política bona fide ¿no es adecuado que los miembros de la jerarquía católica tengan ya los mismos derechos políticos que el resto de los mexicanos y sin importar esa especie de doble nacionalidad que les da su obediencia al Estado Vaticano? Por principio, la respuesta tendría que ser afirmativa, pues la democracia moderna rechaza discriminaciones por razones de raza, origen étnico, género, edad, preferencias sexuales, discapacidad, convicciones o creencias y convicciones religiosas. Además, desde una perspectiva exclusivamente cuantitativa ¿qué diferencia significativa puede hacer en la correlación de fuerzas en un país de cien millones de habitantes la plena participación política de los apenas 19 mil 195 ministros del culto católico en México, incluidos los 103 obispos? Quienes así razonan, lo hacen desde la teoría y los principios, pero sin introducir en sus consideraciones una variable fundamental: el elemento histórico.

El Motivo Superficial y la Razón de Fondo.- Como se sabe, en sí mismo el punto de disputa que ha surgido en torno al papel de la iglesia católica en la campaña electoral del 2003 —y cuando también se discute ya el Reglamento de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público elaborado por el gobierno—, es relativamente secundario. En efecto, varios partidos de oposición se han inconformado ante las autoridades porque un puñado de obispos y curas católicos han decidido desafiar las disposiciones constitucionales vigentes. Según los quejosos, esta violación del marco legal ha consistido, básicamente, en que los acusado han pedido públicamente a los católicos mexicanos -que según cifras del año 2000, comprenden al 87.99 por ciento de la población— que el próximo seis de julio no voten por los candidatos de aquellos partidos que en sus plataformas incluyan la legalización del aborto (no se trata de una legalización a raja tabla, sino sólo en ciertos casos) o la unión legal de parejas del mismo sexo. La molestia de esos partidos se apoya en el hecho de que el marco legal vigente prohíbe a los ministros de cualquier culto hacer campaña a favor -y por la misma razón, en contra— de un partido o candidato. En respuesta, los ministros católicos han afirmado de varias formas que, independientemente de lo que diga la ley, ellos tienen una obligación moral irrenunciable de condenar la violación de los derechos naturales, en particular el derecho a la vida y que, por tanto, no están dispuestos a permanecer callados y van a continuar haciendo la distinción, según su doctrina, entre lo que está bien y mal en las plataformas de los partidos políticos.

Lo que está realmente detrás del conflicto, no es tanto la incidencia que el pronunciamiento de los obispos o párrocos pueda tener en las urnas el mes próximo, que seguramente será poca, como bien lo prueba el uso generalizado de las prácticas anticonceptivas a pesar de haber sido condenadas desde hace tiempo por la iglesia católica. El motivo real es el intento de una parte de la clase política mexicana de frenar lo que ve como una estrategia de largo plazo y gran envergadura de la iglesia católica: aprovechar las circunstancias -la debilidad del Estado— para recuperar parte de los espacios que perdió en el pasado como resultado de las largas y sangrientas luchas entre las fuerzas de la modernidad -el laicismo- y las del conservadurismo. Hay que reconocer que la iglesia de Roma en México escogió bien el momento de su ofensiva. El gran fraude electoral de 1988 aceleró la pérdida de legitimidad del régimen priista y como parte de la estrategia de Carlos Salinas para revertir el proceso, se decidió proceder, aunque sin que hubiera una real demanda social al respecto, a un cambio de fondo en la relación Estado-iglesia. En enero de 1992 y para mejor capitalizar el entusiasmo popular despertado por la visita del Papa al país en 1990, Salinas impulsó la modificación sustantiva del artículo 130 de la Constitución. El cambio significó reconocerle personalidad jurídica a las iglesias, retornarles el derecho a poseer bienes y llevar a cabo celebraciones del culto fuera de los templos, retirarles la prohibición de participar en la educación formal y otorgarles el derecho a votar, aunque se mantuvo la prohibición de asociarse con fines políticos y realizar proselitismo.

Finalmente, Salinas reestableció las relaciones con el Estado Vaticano suspendidas desde la segunda mitad del siglo XIX. Como consecuencia, la relación con la iglesia fortaleció al presidente Salinas pero no necesariamente al PRI, que finalmente fue obligado a dejar “Los Pinos” en el 2000. El nuevo régimen surgió de y para la democracia y justamente por ser democrático resultó favorable al incremento de los derechos políticos de, entre otros, las iglesias y sus ministros. Además esa tendencia se fortaleció por el hecho de que el nuevo gobierno resultó de derecha y encabezado por un presidente que gusta de hacer gala de su catolicismo. En suma, la coyuntura mexicana ha resultado ideal para la iglesia católica y para presionar en favor de mayores espacios políticos. Y es justamente en esa lógica que se inscriben los actuales acontecimientos, parte de un proceso más amplio, que ya lleva varios años y que, desde luego, amenaza con continuar.

El Papel Político de la Religión y las Iglesias.- En Darwin’s Cathedral: Evolution, Religion and the Nature of Society, (University of Chicago Press, 2002), David Sloan Wilson sostiene que “Algo tan elaborado como la religión -que consume tiempo, energía y esfuerzo intelectual- no existiría si no tuviera alguna utilidad secular. (Desde esta perspectiva) El propósito primario de la religión es permitir a los miembros de una sociedad lograr juntos algo que no podrían obtener por separado”. Ciertas ideas religiosas específicas, según lo demuestra Wilson con un estudio histórico y comparativo de varias religiones, permiten a comunidades y sociedades enteras la unidad política así como adaptarse mejor a su entorno social y económico.

Al examinar el origen y formación del nacionalismo mexicano, que a su vez es un elemento esencial en el surgimiento del Estado mexicano, es evidente que el factor religioso jugó un papel fundamental. Y ese papel no fue tanto porque los líderes originales del movimiento de independencia fueran sacerdotes católicos, sino porque como lo señala David Brading en La Virgen de Guadalupe. Imagen y tradición, (México, Tauros, 2002), el culto a la Virgen de Guadalupe le dio un elemento de unión indispensable por ser casi el único, a una sociedad colonial novohispana donde los motivos de división y fragmentación, abundaban: la división entre blancos, indígenas, mestizos y negros, la división entre criollos y peninsulares, la multitud de lenguas y culturas de comunidades indígenas dispersas y sin ninguna relación entre sí, un regionalismo feroz producto de la enormidad de un territorio abrupto y sin comunicaciones, con una legislación para la República de españoles y otra muy distinta para la República de indios, etcétera. En suma, sin tener en cuenta el guadalupanismo, sería imposible explicar el arranque del México independiente y de una buena parte de la cultura popular después.

De la misma manera que la religión católica en su variante de guadalupanismo resultó uno de los elementos de unión de los mexicanos en la etapa inicial de la vida independiente, la iglesia católica resultó, en poco tiempo, un elemento enormemente divisivo en el proceso de consolidación del Estado nacional. La negativa del Vaticano a reconocer el derecho de México y otros países hispanoamericanos a separarse de España y, menos aún, a traspasarles los derechos del “Real Patronato” a pesar de la oferta de mantener a la religión católica como religión de Estado, no ayudó a darle legitimidad a la independencia y sí, en cambio, produjo desazón interna, alentó a Fernando VII en sus fantasías de reconquista e hizo nacer en la élite política mexicana el resentimiento. La modernización de México requería separar a la iglesia del Estado -delimitar lo que era del César de aquello que le correspondía a Dios—, dejar atrás la idea de una religión oficial y sustituirla por la libertad de cultos. Lo anterior, más la ambición de los dirigentes de un Estado muy débil por apropiarse de parte de los recursos económicos de una iglesia a la que se suponía muy rica, llevaron a los liberales a la elaboración de las leyes de Reforma, a promulgar una Constitución jacobina (1857), y, finalmente, a una terrible guerra civil. No deja de llamar la atención que incluso el gobierno imperial y supuestamente conservador de Maximiliano de Habsburgo tuviera un choque frontal con la ultra conservadora iglesia católica de México, al punto que a mediados de 1865 el nuncio apostólico abandonó México disgustado por el “liberalismo” de Maximiliano.

Al final, el partido clerical perdió en el choque directo con unos liberales que no eran anticatólicos sino anticlericales. Con el correr del tiempo y a pesar de la legislación, la dictadura liberal de Porfirio Díaz encontró prudente devolver algunos espacios a la iglesia católica, aunque sin modificar la legislación. Cuando estalló en 1910 la Revolución Mexicana, esa iglesia estaba en plena campaña por ensanchar sus espacios de acción, pero en un ambiente político tan impredecible eligió mal a sus aliados -a los contrarrevolucionarios. Perdió y el resultado fue la Constitución de 1917, particularmente dura con el clero, como también lo fue en su aplicación el grupo sonorense. De nuevo, la iglesia reaccionó y el resultado fue la terrible Guerra Cristera de 1926 a 1929, (cien mil bajas entre combatientes, medio millón de desplazados internos y otro tanto de emigrantes hacia Estados Unidos, según cifras de Jean Meyer en The Cristero Rebellion, Cambridge University Press, 1976). A partir de 1940 y como en el Porfiriato, la élite de la posrevolución decidió ya no aplicar a rajatabla la ley y permitió a la iglesia recuperar terreno perdido, pero fue la crisis final de ese régimen lo que llevó a Salinas a ofrecer a la iglesia la “modernización de la relación” a cambio de apoyo.

Para una institución milenaria como la iglesia católica, la crisis del viejo régimen mexicano y el inicio del nuevo, fue una situación propicia para renegociar al alza su papel político en una situación donde nadie ofrece un proyecto nacional claro. Para los que tememos los efectos políticos y culturales del enorme poder conservador demostrado por esa iglesia a lo largo de siglos, su ofensiva no pudo venir en peor momento. Sin embargo, seguir con las prohibiciones herencias del pasado autoritario no es solución, hay que reabrir la discusión de fondo sobre el papel adecuado de la jerarquía católica en el México que intenta iniciar la etapa democrática de su historia nacional.

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