El Tema de Fondo.- A estas alturas es obvio que para México como para muchos otros países, el tema de cómo obligar al régimen iraquí a cumplir con el desarme ordenado por las Naciones Unidas (ONU) -invadiendo el país de inmediato o asfixiándolo poco a poco con una presión internacional creciente-, no tiene ya que ver con Iraq mismo -un país marginal y ya derrotado- y sí con Estados Unidos: Con el papel que ese país se propone desempeñar en un sistema mundial donde ya no existe ninguna otra fuerza que pueda neutralizar sus decisiones y acciones.
El estilo de política exterior de la actual administración norteamericana es todo un lujo que sólo los que se saben extremadamente fuertes pueden darse: Se trata de uno imperial y casi maniqueo: Quien no está con nosotros no necesariamente está en contra, pero automáticamente se transforma en irrelevante para “la única nación indispensable”. Y es ahí donde está el dilema -el ser o no ser- del gobierno de Vicente Fox. El primer presidente democráticamente electo se propuso buscar un sitio en el Consejo de Seguridad (CS) de la ONU para subrayar la naturaleza positiva del cambio interno que él encabezaba, pero eligió un escenario muy peligroso, y hoy tiene que tomar una decisión que, sea cual sea, le va a costar caro. En efecto, Fox tiene uno de los seis votos aún no decididos en el CS y uno de los que le hacen falta a la Casa Blanca para legitimar una decisión que hace tiempo tomó: Atacar a Iraq a fin de imponer un cambio de régimen en ese país rico en petróleo.
Es público el hecho de que Washington está presionando al gobierno de Fox para que se una, en su voto en el CS, a Inglaterra, España y al resto de países que secundan la idea de usar ya la fuerza contra Iraq. Si el gobierno mexicano no da el voto que Washington está demandando, y de buen modo -sin que se note la presión-, Fox y el país que encabeza quedarán colocados en la lista de lo irrelevante en la agenda norteamericana, al menos esa es la amenaza. Sin embargo, si en las actuales circunstancias, el Presidente mexicano acepta la demanda de la Casa Blanca a pesar de que el grueso de la opinión pública mexicana se opone habrá dado un paso más en la dirección que colocaría a México menos como aliado del gobierno norteamericano y más como uno de sus satélites. Y, de ser ese el caso, el foxismo difícilmente podría mantener la estatura moral que ganó en julio del 2000, pues el peso de la historia mexicana -justamente ese pasado que el Presidente y su nuevo canciller no han dado muestra de conocer y, por lo tanto, apreciar., lo hundiría.
Una Vocación que, Hasta Ahora, no Hemos Tenido.- México, como sociedad y como estado nacional, ha tenido y tiene muchas debilidades, fallas enormes —algunas imperdonables—, pero entre esa larga lista de problemas, defectos, fracasos o vergüenzas colectivas, no se cuenta la vocación de satélite de ninguna gran potencia, al menos no hasta ahora. Y es bajo esa óptica que nuestra clase gobernante —desde su ala política hasta la empresarial, pasando por la intelectual y académica e incluyendo a la eclesiástica— debe considerar la posición y las decisiones que el presidente Vicente Fox le ordene asumir a la representación mexicana ante el CS de la ONU en relación al debate que ahí está teniendo lugar sobre el problema iraquí.
La idea de México como un país con la posibilidad de crecer hasta convertirse en una potencia, nació y murió en los primeros momentos de la independencia. Casi de inmediato a la euforia de haber podido crear una nueva nación, le siguió la desilusión y la depresión provocadas por el rotundo fracaso de las instituciones que los padres de la patria se propusieron implantar -fuesen las de una monarquía constitucional o las de una república democrática-, pues todas resultaron incompatibles con el tipo de sociedad y economía creadas y mantenidas por tres siglos de dominio colonial y por los terribles estragos de guerra civil y racial que se desató a partir de septiembre de 1810. Sin embargo, y pese a todos sus males, debilidades y conflictos internos y agresiones externas, un buen número de mexicanos no aceptaron volver a ser súbditos del rey de España, tampoco cumplir sin defenderse con las demandas territoriales norteamericanas, ser satélites de la Francia de Napoleón III o meros servidores de las grandes concentraciones de capital que Europa y Estados Unidos decidieron invertir en México a partir de los finales del siglo XIX.
La dependencia económica mexicana de Inglaterra y de otros países europeos primero y de Estados Unidos después, quizá fue algo inevitable tras no poder dar forma a un modelo de desarrollo exitoso tras la declaración de independencia, pero finalmente la voluntad nacionalista -surgida del rechazo a la reconquista española, de la derrota frente a texanos y norteamericanos y de la victoria juarista sobre los franceses— pudo evitar que a la ya triste condición de país periférico se añadiera la vergonzosa de satélite. Y por condición de satélite se entiende la que tenían en mente para México Napoleón III o la que efectivamente tuvieron los países de la Europa del Este en la época soviética o la que mantienen desde hace tiempo algunos latinoamericanos a que no pudieron resistir bien las políticas norteamericanas del “Gran Garrote”, “Diplomacia del Dólar” y el resto.
La Revolución Mexicana llevó el nacionalismo del siglo XIX a un nuevo nivel, al punto que finalmente incluso el general golpista, asesino y dictador, Victoriano Huerta, tuvo que negarse a seguir los dictados de Washington entre 1913 y 1914, y desde luego es lo que explica el enorme esfuerzo hecho por los revolucionarios, de Madero a Cárdenas, por impedir que su debilidad militar, política, institucional y económica, se tradujera en subordinación automática a los numerosos dictados con que el gobierno de Washington pretendió dirigir el desarrollo político mexicano en esa época. La forma en que Adolfo López Mateos se distanció de Washington en torno a Cuba en los años sesenta del siglo pasado o aquella que, con el mismo fin, elaboró el gobierno conservador y neoliberal de Miguel de la Madrid frente a las exigencias de Ronald Reagan en Centroamérica, son otros tantos ejemplos de un esfuerzo histórico por impedir que la categoría de satélite sea la que se le aplique a México en su relación con la superpotencia del norte.
La Dependencia Neoliberal.- La crisis económica que en 1982 puso fin al intento iniciado con la nacionalización petrolera de 1938, por construir y sostener un sistema productivo relativamente autónomo como base material de una relativa independencia política, que es a lo más que pueden aspirar países como el nuestro. Los enormes fracasos económicos de las administraciones encabezadas por José López Portillo (1970-1982), sellaron el destino del nacionalismo del régimen priista. Los sucesores y administradores de ese fracaso, en particular Carlos Salinas, decidieron que la única salida viable era justamente llevar hasta sus últimas consecuencias la condición de México como país dependiente -a eso se le llamó “modernización”— y el resultado fue el Tratado de Libre Comercio de la América del Norte (TLCAN) firmado en 1993. Como resultado del TLCAN, nuestro país institucionalizó su condición de economía dependiente del mercado norteamericano, al punto que hoy casi el 90 por ciento de su intercambio comercial con el exterior se concentra en Estados Unidos, país del que proviene más de las tres cuartas partes de la inversión externa. Y como, a final de cuentas, el dinamismo de esta nueva economía no ha resultado ser el que se esperaba, la migración legal e ilegal de mexicanos a Estados Unidos, también se ha acentuado y hoy alrededor del diez por ciento de la fuerza de trabajo mexicano se encuentra empleada en ese país vecino.
Es verdad que el concepto de dependencia es uno que, por antiguo y por tener su raíz ideológica en la izquierda, disgusta a buen número de partidarios de la supuesta modernización mexicana vía la privatización y el TLCAN. Sin embargo, y a final de cuentas, resulta que el término se mantiene porque capta bien la esencia de nuestra situación en el sistema global: Ya no hay ningún proyecto para sostener y menos para aumentar la independencia económica de México, tal y como ocurrió entre 1938 y 1982, cuando se buscó la construcción de un modelo de crecimiento vía la nacionalización de los recursos naturales, la sustitución de importaciones y la protección del mercado interno.
Lo que está en la Balanza.- A estas alturas y en el corto y mediano plazo, resulta muy difícil, por no decir que imposible, lograr que México supere su situación de dependencia casi total respecto de la economía norteamericana, pero eso no hace automático ni inevitable que la debilidad económica evolucione hacia una debilidad aún mayor: Una en la que desde el norte se le ordene o se le sugiera a México, seguir tal o cual línea de política interna o externa, dando por sentado que la orden o sugerencia será aceptada y no cuestionada, como sucedió o sucede con un gran número de naciones en su relación con los grandes centros imperiales. Es difícil negar que la desaparición del actual régimen político de Iraq sería una ganancia neta para el mundo en su conjunto y para el Oriente Medio en particular. Sin embargo, si el fin es aceptable, no el medio o medios que Washington está usando o se propone usar para acabar con Saddam Hussein y su círculo de autoritarios patológicos. Pedir al CS de la ONU que adopte resoluciones drásticas contra el régimen de Iraq, al mismo tiempo que se anuncia urbi et orbi que con o sin el apoyo de la ONU, Estados Unidos va a invadir ese país para obligarle a un cambio de régimen porque eso es lo moral y políticamente correcto, es minar hasta hacer irrelevante la esencia misma del multilateralismo que implicó la constitución de la ONU en 1945. Presionar a gobiernos como el de Turquía, Chile o México para obligar a sus gobernantes legítimamente electos a escoger entre la posición de Washington y su opinión pública, no es nada democrático y si es reducir a casi la nada el concepto de soberanía de los países débiles. Se trata de un acto de extrema arrogancia por parte del superpoder, pues pide y hace con otros lo que no haría al interior de su sistema político.
El gobierno norteamericano puede tener buenas razones para definir el interés nacional de su país de manera que resulte incompatible con la permanencia del régimen baatista en Iraq, pero la forma como lo está haciendo es inaceptable. Hace tiempo que Iraq dejó de ser una amenaza importante para Estados Unidos; tampoco se ha probado la supuesta liga entre un régimen secular como el del Partido Baat de Iraq con los fanáticos religiosos de Al Qaeda que llevaron a cabo los ataques suicidas contra las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono. Por otra parte, justificar el uso de la fuerza norteamericana en Iraq por la defensa de los derechos de la oprimida población de Iraq, es un despropósito histórico, pues un en pasado no lejano Estados Unidos apoyó a esa misma dictadura sin importarle gran cosa lo que hacía dentro de sus fronteras con sus súbditos.
Además, ¿cómo puede tener credibilidad el argumento de invadir a un país periférico en nombre de la democracia si, y sólo para hablar de nuestra región, en los setenta y ochenta del siglo pasado se hizo todo lo posible por apoyar a dictaduras como la de Augusto Pinochet en Chile o se propuso a Carlos Salinas como modelo de gobernantes a pesar de la manipulación de los resultados electorales en 1988. No, el gobierno de Washington no busca destruir a un peligroso régimen antidemocrático por el hecho de serlo, sino librar una guerra ganada de antemano para cimentar sobre sus resultados un gran precedente y principio universal: El mundo del siglo XXI debe de estar ordenado de tal manera que no interfiera ni, mucho menos desafíe, los intereses o líneas de pensamiento político o económico adoptadas por Washington.
Y lo anterior deberá ser válido lo mismo para la ONU, las ex grandes potencias que para países como el nuestro. Ante una política del poder tan desnuda y brutal, México debe evitar volverse a poner en la posición vulnerable que hoy está en el CS pero, sobre todo, su gobierno debe decidir abiertamente si pagará el costo de mantener el mínimo de autonomía relativa o si simplemente acepta asumir el nuevo papel de satélite.