Segunda y última parte
Debemos ser capaces de elaborar un proyecto, a la vez, audaz, realista y responsable, algo mejor que la declaración hecha por el presidente Fox el primero de junio en Ginebra, Suiza y que asegura que en tan sólo 18 años - ¡en menos de una generación!— México puede alcanzar un desarrollo similar al de Estados Unidos (noticia publicada en un diario capitalino el dos de junio), con la afirmación salinista de que nuestro país estaba a punto de ingresar al Primer Mundo a fines del siglo pasado, ya tuvimos bastante de propuestas sin sentido. Es claro que el momento ideal para despertar la imaginación de una nación suele ser una crisis o el inicio de un nuevo ciclo político. El último de ese último tipo de momentos en México tuvo lugar justamente hace casi tres años, cuando en el 2000 la ola democrática logró poner fin al secuestro de 71 años por el PRI de la presidencia y de la vida política del país.
Sin embargo, y por razones que ahora no viene al caso abordar, esa oportunidad se desperdició. Lo único significativo que está por ocurrir en el corto plazo es el inicio de una nueva Cámara de Diputados, pero las encuestas nos indican que de la elección por venir no va a salir ningún cambio importante en la correlación de fuerzas, además de que el público no espera gran cosa de los legisladores. En realidad, al arribar a la mitad del sexenio con que inauguramos nuestra democracia política, es natural que la mirada se dirija ya a la preparación de la sucesión. Hay pues que hacer ya de esa situación y de la gran interrogante que se abre de cara al 2006, la ocasión de un gran debate nacional para dar forma a la superación de las insuficiencias con que hemos iniciado la institucionalización política de la democracia.
Alguien puede objetar las consideraciones anteriores señalando que ya hay un Plan Nacional de Desarrollo o que el Gobierno Federal puede mostrar un buen número de indicadores que conforman un arcoiris de modestos pero importantes progresos. Y en efecto, esos indicadores son el lado positivo de nuestra realidad; van desde el control de la inflación, a la estabilidad cambiaria, a la creciente participación mexicana en el mercado norteamericano, al monto de las reservas, a los servicios públicos a los que se puede tener acceso por internet, etcétera. Sin restar importancia a esos logros y haciendo caso omiso de los problemas presentes en cada uno de ellos, es evidente que frente a lo prometido, esperado y finalmente no alcanzado, el mexicano normal difícilmente puede entusiasmarse con ese tipo de planes e indicadores. El que se pueda afirmar, por ejemplo, que México tiene un nueve o un diez en eso que Moody´s, S&P o Fitch, llaman “grado de inversión”, no significa nada para el grueso de los mexicanos. Pero ¿en qué consiste exactamente eso de despertar la imaginación colectiva?
Algunos Ejemplos.- Un caso extremo y clásico de la tesis que un futuro colectivamente imaginado por una comunidad nacional puede hacer soportable un presente lleno de problemas y tragedias, lo tenemos en el 13 de mayo de 1940 en Inglaterra. En medio de la sorpresa causada por el inicio de la gran ofensiva alemana en el frente occidental -el ataque sobre Holanda y Bélgica para llegar a Francia—, al asumir el cargo de Primer Ministro, Winston Churchill anunció a sus compatriotas que no tenía otra cosa qué ofrecerles que “Sangre, trabajo, sudor y lágrimas”. Difícilmente un político podía anunciar un presente peor que, además, se cumplió rigurosamente. Pero tan dura realidad fue aceptada por los británicos, que actuaron en consecuencia, porque estaban seguros que el enorme sacrificio se iba a realizar en función de derrotar a Hitler y de ganar a pulso un futuro digno de su larga historia, uno donde la libertad se debía imponer sobre la tiranía que amenazaba envolver a Europa y al mundo. Desde luego que unos años antes, Hitler, el alma de ese perverso sueño imperial teutón, también había ganado el derecho de dirigir a una Alemania desmoralizada por su derrota en 1918 y por los terribles estragos de la Gran Depresión de 1929, en función de la promesa de un futuro brillante para el pueblo alemán y la raza aria. Es claro que no todo despertar de la imaginación de un pueblo es positivo.
La Revolución Mexicana y su concreción en la época cardenista, con su promesa de justicia social y nacionalismo, hizo de la pobreza reinante y de la destrucción de la guerra civil, una plataforma para construir en la mente de las clases populares e incluso de sectores medios y altos, un futuro posible que generó orgullo patrio y confianza en el destino colectivo de México por un buen número de años. El coro del “Himno Socialista Regional” de Oaxaca, de inicios de los 1930, por ejemplo, mostraba a un trabajador y un niño andrajosos pero entusiastas, viendo el progreso por venir (ferrocarriles, buques, autos, aviones y dirigibles) y cantando: “En los campos, talleres y aldeas/se acabaron oprobio y baldón:/ paso libre a las nuevas ideas,/gloria, gloria a la Revolución”. Una gran corrupción, la demagogia y el autoritarismo de un partido de Estado y una presidencia sin límites ni responsabilidad, terminaron por degradar el proyecto revolucionario hasta acabarlo, aunque antes del fin el salinismo lo revivió fugazmente con la promesa de introducir a México al Primer Mundo vía la unión económica con Estados Unidos. El movimiento del 68, la “insurgencia electoral” del neocardenismo, el neozapatismo y el movimiento indígena, fueron otros tantos momentos en que se intentó pero no cuajó, una movilización teniendo como eje al futuro. Desde la derecha moderada, el foxismo y su triunfo electoral en el 2000, parecieron ganar, por fin, la batalla por la imaginación mexicana. Sin embargo, tras dos años y medio de ejercicio del poder, la esperanza se disipó y nos quedamos de nuevo en la incertidumbre.
Para consolidar la democracia mexicana recién ganada, es necesario, impostergable, dar forma a un proyecto de futuro que logre una vez más movilizar la reserva de energía que hay en la sociedad mexicana para llevar a cabo todas las reformas que hacen falta: la del Estado, la educativa, la fiscal, la indígena, la del campo. Se requiere un nuevo nacionalismo, un nacionalismo democrático que dé sentido al esfuerzo cotidiano, que reavive el orgullo de ser mexicano. Se dice fácil y rápido, pero lograrlo es un desafío formidable.