El Tema.- Hoy casi hay consenso sobre la necesidad de revisar a fondo el célebre “Consenso de Washington”, es decir, las Tablas de la Ley neoliberal para América Latina, pues la realidad ha mostrado que el supuesto básico de esa teoría -¿o debemos llamarla ideología?- simplemente no se cumplió. Y ese supuesto era que si los países latinoamericanos continuaban aceptando y poniendo en práctica los puntos centrales del esquema económico neoliberal, más temprano que tarde volverían a reencontrarse en la ruta del crecimiento y del desarrollo. Sin embargo, como resulta evidente a cualquiera que examine las estadísticas del producto per cápita de los países de la región en los últimos veinte años, en la mayoría, crecimiento y desarrollo siguen tan ausentes hoy como hace doce años, cuando se formularon las reglas que dieron forma al “Consenso de Washington”, pero en cambio los efectos negativos del tiempo perdido se han acumulado.
El Consenso de Washington.- Fue en 1990 cuando el Instituto de Economía Internacional reunió en Washington, D.C., a miembros de organismos internacionales, académicos y funcionarios de gobiernos latinoamericanos y del Caribe, para evaluar el estado de las economías de la región tras empezar a poner en práctica reformas que buscaban revertir los terribles efectos de la crisis de la deuda externa y reencausar el proceso económico dentro del marco neoliberal. No todos los asistentes comulgaban con la nueva ortodoxia económica, puesto que también había estructuralistas, keynesianos e incluso algún marxista. Sin embargo, se apoderaron de la discusión quienes pertenecían al pensamiento dominante en los países centrales: los nuevos liberales, entusiastas de la eficacia de la “mano invisible” del mercado en la asignación de los recursos. Un promotor del encuentro, John Williamson, bautizó al conjunto de puntos de acuerdo como el “Consenso de Washington”. Ese acuerdo puede tomarse como la quinta esencia de las políticas que los gobiernos de la región ya habían empezado a poner en marcha, acicateados por el fracaso del modelo económico anterior, las recomendaciones de los organismos internacionales -Fondo Monetario Internacional (FMI) y Banco Mundial (BM)- y las presiones de las grandes economías capitalistas. Y esos puntos fueron los siguientes: 1) disciplina fiscal, 2) concentración del gasto público en lo que menos entusiasmaba al mercado: salud y educación de las masas, 3) reforma fiscal, 4), tasas de interés positivas, 5) tipo de cambio competitivo, 6) políticas comerciales no proteccionistas, 7) apertura frente a la inversión externa, 8) privatización de las empresas públicas, 9) desregulación de la actividad económica, 10) seguridad jurídica de los derechos de los propietarios.
La Madre de Todos los Consensos.- El decálogo de Washington para América Latina fue una derivación de otro consenso anterior y más importante, al que habían llegado quince años antes, las élites del poder de las potencias capitalistas. En 1973 la famosa “Comisión Trilateral” conformada por un grupo de notables de Estados Unidos, Canadá, Europa Occidental y Japón, había pedido a tres reconocidos científicos sociales -uno por cada continente involucrado- y que fueron Samuel P. Huntington de Estados Unidos, Michel Crozier de Francia y Joji Watanuki de Japón, un diagnóstico sobre una serie de problemas que enfrentaban las grandes economías capitalistas. Esos problemas eran, en lo económico: la combinación de estancamiento del crecimiento con inflación y desajustes monetarios; en lo social: movimientos de protesta, crecimiento de la contracultura y dudas crecientes en los círculos intelectuales sobre la calidad del futuro; en lo político-administrativo: dificultades crecientes para responder a las obligaciones gubernamentales provocadas por un exceso de demandas sobre el Estado. La consecuencia era un sentimiento vago pero generalizado de pesimismo en el centro mismo del sistema capitalista mundial combinado con ciertos síntomas de ingobernabilidad. El resultado se publicó en 1975 bajo el título de “La crisis de la democracia” (The Crisis of Democracy). La conclusión central fue optimista, pero acompañada de una receta muy dura, cuyo precio lo pagarían, sobre todo, los sectores sociales más débiles. En efecto, las democracias del capitalismo avanzado, aseguró el estudio, no estaban afectadas por ningún mal terminal. Sin embargo, para recuperar el dinamismo económico, era condición necesaria e insoslayable, revertir de manera permanente la ola creciente de demandas provenientes de la sociedad sobre las estructuras del gobierno, pues de lo contrario se podía llegar a la ingobernabilidad. La mejor forma de lograr esa disminución -una congruente con los valores de las grandes economías- era desmantelar algunos de los elementos centrales del acuerdo histórico forjado entre la Gran Depresión y el final de la Segunda Guerra Mundial, entre las clases dirigentes y sus sociedades. Se trataba, ni más ni menos, que de desmontar el llamado “Estado Benefactor”. Es ahí donde los sectores populares tendrían que pagar el costo de volver a inyectar dinamismo a las economías capitalistas, aunque a la larga, la recuperación de la salud económica beneficiaría al conjunto social. Ese “Estado Benefactor” del capitalismo avanzado no era otra cosa que la aceptación de la responsabilidad del Estado en la promoción de un mínimo de bienestar social y económico para todos los ciudadanos: promover la igualdad de oportunidades, distribuir de manera más equitativa los ingresos y proteger a los más desvalidos. Lo anterior implicaba servicios públicos de educación y salud, creación de empleo y seguro contra el desempleo, pensiones, programas de vivienda o de erradicación de la pobreza o de la discriminación, etcétera. Con el paso del tiempo, la protección de la ecología también entró en el pacto. Esa red de protección social requería una gran burocracia y de altas tasas impositivas.
Para los autores de “La crisis de la democracia”, el “Estado de Bienestar” se había convertido ya en una camisa de fuerza para la economía y la creatividad. La alternativa era inyectarle nueva energía al aparato productivo reduciendo el universo de reglas y protecciones, bajando los impuestos al capital y alentando la creatividad individual dejando a un lado una definición mal entendida de igualdad y aceptando que los mejores debían despuntar y acumular de acuerdo a su esfuerzo y creatividad. Sólo un mercado realmente libre podía permitir la liberación de las fuerzas sociales esterilizadas por tantos controles y cargas fiscales. El nuevo dinamismo, se suponía, concentraría primero la riqueza pero con el tiempo la desparramaría con la creación de eficiencia, empleos y los aumentos salariales que inevitablemente traería el crecimiento y el pleno empleo. Ahí estaba ya la justificación teórica y moral de la política neoliberal que poco después pondrían en marcha los equipos políticos conservadores encabezados por Margaret Thatcher en Gran Bretaña (1979-1990) y, sobre todo, Ronald Reagan en Estados Unidos (1981-1989). De ese triunfo del conservadurismo en las economías centrales, surgió un modelo que, ya destilado y adaptado para países periféricos, se plasmó en el “Consenso de Washington”.
El Debate Actual.- Para cuando se formuló este consenso, México ya estaba encaminado por la senda neoliberal. Las crisis del modelo de “economía mixta” de 1976 y 1982, habían llevado a aceptar las demandas externas e internas para desmantelar la versión posrevolucionaria y subdesarrollada del “Estado Benefactor” mexicano. En los años que siguieron se ahondaron las líneas del nuevo modelo, sobre todo tras la firma del Tratado de Libre Comercio de la América del Norte (TLCAN) y del debilitamiento y fin del dominio ejercido por el PRI a lo largo de siete decenios. Sin embargo, hasta ahora el resultado económico y social de ese cambio a sido todo, menos satisfactorio. Es verdad que el presidente Vicente Fox gusta de subrayar que la nuestra es la novena economía del mundo, pero se trata de una economía estancada. En efecto, el promedio anual de nuestro crecimiento económico real en los últimos veinte años, es insignificante. Se resalta, a manera de explicación, cuánto nos afecta la desaceleración de la economía norteamericana, pero la verdad es que antes del 2000, la economía del vecino del norte creció mucho pero no la nuestra, lo que implica que el factor externo no es el responsable de un estancamiento de dos decenios. La razón, o razones, de nuestro no desarrollo, tienen que ser otras.
Una Salida.- Una respuesta a nuestro prolongado estancamiento económico y a la existencia de un 53.7 por ciento de la población en condiciones de pobreza, puede ser, no el volver al tipo de desarrollo económico anterior a 1982, las condiciones del sistema internacional lo hacen simplemente imposible. Pero tampoco puede ser el seguir aceptando que el mercado y la globalización serán por sí solas las fuerzas que nos devuelvan el vigor perdido. Si no lo ha hecho hasta ahora, y ya ha tenido tiempo para ello, ¿qué permite suponer que lo hará en el futuro? En los últimos veinte años en nuestro país ha habido muchos perdedores pero también algunos pocos ganadores, como lo muestra la existencia de grandes grupos empresariales que han crecido en medio del no desarrollo. Dentro de los grupos beneficiados, sobre todo entre sus miembros más inteligentes, hay la conciencia que, de seguir como vamos, México corre el peligro de convertirse en un país socialmente inviable; que la ingobernabilidad vendrá no por la ineficiencia del Estado grande, como temió la “Trilateral” hace un cuarto de siglo, sino por el crecimiento de la frustración, la delincuencia, la inseguridad y, finalmente, por el choque abierto entre las clases, al estilo de Venezuela. Pero si es claro que algunos grandes empresarios y miembros de la élite política están realmente preocupados por el futuro, hasta ahora esa preocupación no se ha traducido en acciones, siguen metidos en el modelo que falló. Todo indica que es en Brasil y no en México donde se está gestando una alternativa prometedora que no es la revolución, sino la devolución al Estado -uno ya democrático- de su energía e iniciativa política pero ahora apoyada por una gran movilización social. Se intenta poner en marcha una nueva dinámica con medidas modestas, pero realistas, como la lucha contra el hambre, la mejoría en la educación, el combate a la corrupción pública y privada y, sobre todo, la protección relativa y la reactivación del mercado interno, pero no como una política populista, sino mediante acciones cuidadosamente diseñadas para crear demanda de insumos internos y empleo sin desatar una gran presión inflacionaria. Después de todo y en la práctica, Estados Unidos y Europa han mostrado ser muy proteccionistas cuando así lo requiere su interés nacional. Si ellos, que son fuertes, actúan de manera tan defensiva, nosotros tenemos mayores razones prácticas y morales para hacer lo equivalente.
En suma.- El nuevo consenso fuera de Washington, no es ir de frente y en contra del “Consenso de Washington”, pero tampoco seguir ciegamente la receta, pues su lógica ha mostrado estar centrada en intereses muy lejanos, y muy destructivos de lo poco que nos queda de cohesión social y proyecto nacional, ya de por sí muy débiles.
P.D. Todos debemos felicitarnos de que Denisse Maerker y Ciro Gómez Leyva hayan recuperado su espacio informativo en canal 40.