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Al final del camino/Hora Cero

Roberto Orozco Melo

Nos ha tocado ser testigos, y en ocasiones protagonistas, de todo tipo de violencia personal y colectiva. Éste drama, trasegado de siglo a siglo, atemoriza a nuestra sociedad: es como si toda relación humana tuviera que resolverse en el ámbito de la pugnacidad. Vivimos al borde del peligro aunque no queramos, así nos manifestemos enemigos de la rudeza. Y cualquier día de éstos, llegaremos a ser víctimas, activas o pasivas, de no sabemos qué o quién, para convertirnos en un simple y frío dato de las estadísticas policíacas.?

Personas de edad cuentan oprobiosas historias sobre sus propias experiencias: la gente las empuja en su prisa, los atropella con su ansiedad, les reclama torpeza de movilidad cuando se desplazan en el maremágnum de la vida urbana. La calle es el principal escenario de la histeria colectiva. Cuánto se añora la urbanidad de los viejos tiempos, cómo extrañamos la educación de la juventud, la cual valdría mucho más que la instrucción y la ilustración de que hoy se hace gala.

Hace unos días viajaba en el vehículo de un amigo coetáneo. Los que tenemos años; qué digo años, ¡decenios! manejamos nuestro vehículo automotriz con cuidado; procuramos circular por carriles de baja velocidad y no arriesgamos rebasar por la izquierda, menos lo haríamos por la derecha. Mi amigo observaba la velocidad señalada en los avisos sobre la avenida: 40 kilómetros. “A ese límite bien podemos aprovechar con seguridad varios semáforos en verde y ahorrar tiempo” ­­me decía­­ pero no todos los conductores piensan igual. Tras nosotros venía desaforada una chica veinteañera, con tanta prisa que sonaba con desesperación el claxon de su vehículo último modelo, y obviamente nos sobresaltó. Los autos de ambos carriles respetaban el máximo de velocidad, así que no había a dónde hacernos. Mi compañero preguntaba, nervioso: “¿Qué hago?” Tú vas bien, le respondí. Síguele así y que la niña ésta se aguante.

No se aguantó la niña, eso era imposible. En un momento dado oímos que aceleró con fuerza su automotor y metiéndose por el carril derecho nos dirigió un recordatario maternal con el claxon, al tiempo que, buscándonos la cara, hizo una seña violenta y procaz, y mostrando el dedo cordial de su mano derecha, erecto y agresivo, gritó: “¡Al asilo, viejos bofos!” para luego clavar su pie en el acelerador y perderse en el tráfago de la avenida. No la perseguimos ni le reclamamos porque, después de todo, lo que había dicho podría constatarlo con sus propios abuelos.

La violencia existe en los bailes, ya sean eventos pomadosos o simples bailongos de barriada. Ahí se provoca por la euforia alcohólica, la exagerada juventud de la concurrencia y la irresponsable indiferencia de los adultos. Hay violencia, y mucha, en los deportes porque ahora se usa que los estadios sean las cantinas más grandes de la comunidad, y pues el deporte provoca pasiones de ida y vuelta, cuando se mezclan con cerveza y alcoholes estimulan intolerancia, iracundia y agresividad. Y la hay también, cómo no, en muchos hogares porque en ellos falta la paciencia y sobra la imprudencia, escasea el verdadero amor y se instala la brutalidad. Y luego se ejerce la violencia contra los niños, quienes crecen convencidos de que así es la vida y se tornan agresivos contra sus compañeros y amigos.

Abrimos las páginas de los diarios, hacemos click en el control de la televisión, encendemos la radio y sólo leemos, vemos y escuchamos violencia. De gobierno a gobierno, de país a país, de partido a partido y de persona a persona. ¿Qué carajos se espera de las personas cuando los paises que se suponen civilizados inician guerras de dominación y expoliación? ¿Qué esperanza de edificante paz podemos abrigar si todos los programas de televisión se dedican a exaltar la furia humana, el sexo sin amor, el consumo de alcohol y drogas, la impunidad criminal de los poderosos y el abuso de los fuertes contra los débiles? ¿Dónde quedaron los hombres paradigmas que podrían conducir a la sociedad por senderos de impecabilidad, bondad, honradez, probidad y dignidad? Si los hubo en algún tiempo ya habrán desaparecido: la maldad humana, sus vicios, la debilidad de los gobiernos y la cobardía de los pocos hombres mejores han abierto la esclusa por la cual se habrán aforado las expectativas de una sociedad limpia, constructiva y moral.

Eso sí, proliferan las organizaciones en demanda de respeto a las preferencias sexuales de las personas; a la libertad de trabajo en la cual se incluye, obviamente, la prostitución; a los derechos humanos de los delincuentes, no de quienes resultan sus víctimas. Y por otra parte los demandantes de justicia, ellos y ellas, cualquiera que sea el motivo: que se desnudan y enseñan lo que nuestras abuelas nombrarían “sus vergüenzas” para reivindicar causas económicas, reclamar un buen precio a la caña o al melón. ¿Es esto edificante?

Violencia en los salones escolares, en las cámaras legislativas, en la secular iglesia católica, en los sindicatos y en los partidos políticos, entre los políticos y los empresarios, los banqueros y los comerciantes. Es la libertad de hacer lo que a cada quien le dé la gana; la reclamo para mí pero la niego a mi prójimo. Y lo único que verdaderamente vamos a conseguir, de seguir este camino, es el retorno a la dictadura que, curiosamente, se podrán instalar oronda en nombre de la sacrosanta democracia. ¿Lo dudan? ¡Al tiempo! si esto sigue como va...  

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