Para Enrique mi amor
no platónico
Oye papá, ¿tú crees en el amor platónico?, le pregunté hace muchos años a don Enrique. Con una ligera sonrisa en los labios continuó dándole vueltas con la cucharita a su café y sin levantar los ojos de su revista Time que estaba leyendo, dijo: “El Quijote amaba platónicamente a su Dulcinea”. En seguida volvió a su lectura y ya no dijo nada. En seguida comprendí que mi padre sí creía en el amor platónico. Sin embargo no me atreví hablarle del mío. Hubiera sido de un atrevimiento inconcebible. ¿Qué joven de 18 años se hubiera atrevido confesarle a su padre que estaba enamorada secretamente de su jefe?
En esa época trabajaba como recepcionista en las oficinas de la embajada del Uruguay que se encontraban justo enfrente de mi casa en las calles de Río Nazas. Aníbal Abadi Aicardi, era el Encargado de Negocios a.i, es decir, que cuando el embajador se encontraba ausente, él fungía como tal. El doctor en Historia y autor de varios libros, era un hombre muy atractivo. Su tez blanca como la vela, hacía un contraste muy singular con su pelo abundante color caoba oscuro. La intensa mirada de sus ojos negros como capulines, me inhibía enormemente. De ahí que cada vez que tenía que darle sus recados telefónicos o llevarle su correspondencia sentía que la sangre me golpeaba todo el cuerpo. Ay, es que está ¡guapísimo! Es igualito a Gregory Peck, pensaba en silencio con las manos sudorosas.
Conforme fueron pasando los días y las semanas, poco a poco me fui enamorando de este hombre de 48 años, inteligentísimo, cultísimo y por si fuera poco, con un enorme sentido del humor. Cada vez que me llamaba desde su oficina, con ese acento uruguayo tan suave y cálido, señorita Lupe, corría a su lado. Sí, sí, sí, le decía a todo lo que me pedía. A él nada más le hacía sus llamadas en un dos por tres, a él nada más le hacía su café, a él nada más le llevaba los documentos en orden y para él nada más tenía ojos, cabeza y corazón. Para saber más acerca de ese señor que me inspiraba tantas cosas, me hice amiga de su chofer. Cuando Fidel se encontraba en la oficina, hacía todo por sacarle conversación. Oiga, ¿y dónde vive? ¿En un penthouse en Polanco? ¿Y es casado? ¿Nooooooooo? Ah!!!!!, entonces ¿es divorciado? ¿Cómo que sale con una pelirroja? ¿¿¿¿A sí????? ¿Ella trabaja en una compañía americana? Entiendo. Oiga, ¿y es muy guapa? Claro y tiene muy bonito cuerpo? Oiga, ¿y él tiene hijos? ¿Nada más uno? Oiga, ¿y sale con muchas otras mujeres? le decía a pesar de todo lo que me hacían sufrir estas preguntas tan indiscretas y cuyas respuestas no hacían más que intensificar aún más mis sentimientos. En esos momentos mi amor idealizado, el único que no requiere ningún tipo de contacto físico, se estrellaba hasta hacerse añicos.
Y averiguando y averiguando, finalmente averigüé con Fidel el número de teléfono privado del Dr. Abadi Aicardi. Si se entera, me corre, me dijo quien para entonces ya se había convertido en mi único confidente. Sin necesidad de anotarlo, lo escribí con ansiedad en mi corazón 20-26-52. A partir de ese día histórico para mí, todas, todas, todas las noches le ponía un tango en el teléfono, petición que había hecho con anterioridad al conductor del programa de radio Brisas de Plata que empezaba a las nueve. Gracias a esta estrategia a lo largo de muchos meses no hubo una noche en que a las 9.20 en punto no le dedicara a mi amor platónico un tango. Recuerdo que en tanto sostenía la bocina contra el radio y Carlos Gardel cantaba Mi noche triste, sentía cómo las lágrimas rodaban por mis mejillas. Lo más curioso de todo, es que mi interlocutor, lo escuchaba hasta el final. Cuando terminaba decía con una voz humorosa (¿y amorosa?): Dígame...¿no se cansa de llamarme todas las noches? ¿Y hasta cuándo va a durar la broma?
Pero un día sucedió algo que nada más de acordarme se me revuelve el estómago. Fue en una ocasión en que faltó Amparito la secretaria de la Embajada. Había que enviar, urgentemente con la valija diplomática, unos documentos al ministerio de Relaciones Exteriores de Montevideo. ¿Si quiere díctemela y se la escribo directamente en la máquina?, le propuse a mi jefe sintiéndome muy ufana por las clases de mecanografía que en esos días me encontraba tomando en la Academia Lefranc. Una vez que intercalé entre las cinco hojas de papel bond, las cinco de carbón, puse, con sumo cuidado, todo en la máquina de escribir eléctrica IBM. Esas que tenían todo el abecedario concentrado en una bolita la cual giraba con tan sólo se tocar cualquiera de las letras. En seguida coloqué mis manos en el teclado como me había enseñado mi maestra Carmelita y me dispuse a mecanografiar lo que me dictaba mi jefe. Pero cuál no fue mi sorpresa al ver que aparecían en la hoja de papel una retahíla de caracteres incomprensibles.
quoerueoiuroisujeoiujsaeoruweorupwoirpquoeioeo ¡Oh, Dios mío, qué había sucedido! ¿De dónde diablos salían esas letras tan extrañas? La respuesta era obvia. Había colocado mal mis diez deditos. En lugar de haberlos puesto a lo largo de la tercera hilera del teclado, los había puesto en la primera. Fue tal mi vergüenza que en vez de detener el vuelo de mis manos de inmediato, continué como si todo hubiera estado bajo control. El canciller José Gorostiza me ha confirmado su visita a nuestro país para la reunión continental en Punta del Este...seguía diciendo el Encargado de Negocios. Mientras tanto yo sudaba, sufría, pero sobre todo, temía que en cualquier momento el doctor se hubiera podido dar cuenta de lo que estaba sucediendo. Finalmente me dictó la despedida. De un jalón saqué la carta. Con el corazón destrozado y la cara roja, roja se la entregué. Se puso sus anteojos de aros de carey. Se los acomodó. Miró el contenido de la carta. Volvió a mirarlo y con una voz de absoluta extrañeza exclamó varias veces: Pero, ¡!!!!!!!señorita Lupe!!!!!!!. En ese momento me puse a llorar: “Perdóneme, créame que no fue mi intención. Si quiere se la repito”, le pregunté entre sollozos. “No se preocupe. Váyase a su casa. Hasta mañana”, me dijo con una mirada muy tierna. Esa noche le dediqué: Cuesta abajo.
A pesar del incidente, al cabo de unos días, todo siguió igual. Él seguía cumpliendo con sus responsabilidades diplomáticas y yo continuaba amando en secreto y llamándole todas las noches. Pero quiso el destino que me despidiera de él: Doctor, le aviso que me voy a ir en dos semanas. Me voy a estudiar a París. No acababa de terminar mi frase con un nudo en la garganta, cuando vi que empalideció por completo. ¡Pero no es posible!, gritó. En ese instante comprendí que no le era en absoluto indiferente. Me vio como nunca me había visto antes. Era una mirada triste, infinitamente melancólica. La vamos a extrañar dijo en plural, cuando en realidad sus ojos me estaba diciendo te voy a extrañar.
La víspera de mi viaje, por la noche, le puse por teléfono El día que me quieras. Del otro lado del auricular, escuché, por primera vez, un silencio cómplice. Un silencio amoroso, pero sobre todo, un silencio desolador. Por mi parte estaba deshecha. Nunca más volví a ver al doctor Aníbal Abadi Aicardi.
La última vez que supe de él, fue hace diez años. Hace ocho años, un día mientras le firmaba un libro a una lectora uruguaya en Liverpool de Polanco le pregunté si conocía al historiador. Claro que sí. Ya murió. Su hijo lo deportó. Lo mataron los del Ejército.
Desde entonces cada vez que escucho un tango se me llenan los ojos de lágrimas y me acuerdo de mi primer amor....¡platónico!