Corría el año de 1955. Un pequeño grupo formado por pilotos agrícolas y mecánicos acabábamos de llegar a Tecomán, Colima, para aprovechar la temporada de aplicaciones aéreas de insecticidas a los algodonales de la región. Dicha temporada se prolongaba hasta 6 meses, por lo que acordamos alquilar una casa grande para evitarnos el alto costo de hoteles y restaurantes.
A los pocos días nos cayó un ingeniero agrónomo francés enviado por los fabricantes de los insecticidas que usábamos, para que hiciera experimentos con plantas, insectos y ratones y probar así la eficacia de los mismos. Phillipe Guicherd, que así se llamaba, se instaló con nosotros. Sacó sus jaulas, trampas, ratoneras, botellas y todo el arsenal que necesitaba para sus experimentos. Le faltaba una maceta. La estuvo buscando varios días por todo el pueblo hasta que dio con una de barro cocido, esmaltada, con figuras decorativas en relieve y con unas asas muy prácticas para moverla fácilmente. De inmediato se enamoró de ella; la compró, y al día siguiente sembró ahí una matita de algodón. Todos los días la bajaba de la barda que rodeaba el patio; la cuidaba, la regaba, le ponía fertilizante, la espulgaba y hasta le hablaba como si fuera un animal doméstico.
Así pasaron varias semanas. Pero cierto día aciago que tomábamos el desayuno en el comedor que daba precisamente al patio, vimos pasar a uno de los mecánicos cargando un tubo largo como de tres metros que, al voltearse para descargarlo, le dio por desgracia a la maceta. Impotentes vimos cómo la preciosa maceta cayó al suelo y con un ruido sordo se hizo añicos.
Todos, automáticamente, volteamos apenados a ver la reacción de nuestro amigo Phillipe. Éste se quedó mudo, palideció y como sonámbulo fue hasta el lugar de la “tragedia”, se agachó y, con su gangoso acento francés, alcanzó a murmurar: “menos mal que los pedazos quedaron enteros”.