El año sabático tiene una larga raigambre de índole religiosa y práctica en el pueblo judío. Esa antigua costumbre servía para dar mayor gloria a Dios a través del cumplimiento del precepto del descanso, pero también pragmáticamente servía para no agotar las tierras y para redimir antiguas deudas en un gesto de longanimidad.
En el mundo académico el año sabático constituye también una rancia tradición que permite a los catedráticos que disfrutan de esa canonjía en las universidades que mantienen este beneficio, dedicar todo un curso escolar después de cada nueve o diez años de trabajo continuo en las aulas, exclusivamente a la investigación, inclusive acudiendo a otra universidad o a otro país, para aprovechar ese “descansar haciendo adobes” en un enriquecimiento científico distinto al que la rutina del trabajo diario puede traer consigo.
Hoy en día se ha puesto sin embargo de moda un tercer concepto de año sabático: Es el que invocan muchachitos y jovencitas que saliendo de la preparatoria deciden retrasar un año su ingreso a la universidad, aduciendo un sinfín de justificaciones: “Para aprender inglés, francés o italiano” (para irme a Estados Unidos, Canadá, Irlanda o Gran Bretaña; Francia o Italia), por supuesto que no se les ocurre aducir el aprendizaje del chino mandarín o del castellano sin faltas de ortografía.
“Para hacer cursos en Florencia de historia del arte”: cuando la criatura nunca en su vida ha abierto siquiera un libro sobre alguna expresión artística.
“A trabajar en el extranjero para hacerme de un capitalito y perfeccionar mi inglés”: El trabajo recurrente es el de meseros para los muchachos y “baby sitters” para las jovencitas, en otras palabras: niñeras o nanas (hace tiempo se les hubiera llamado pomposamente: institutrices) que cuidan a un par de niños de familias acomodadas en Estados Unidos o Canadá durante las dos o tres horas que median entre que salen del colegio y llegan sus padres del trabajo. A nadie se le ocurre ir a descargar arenque a Alaska o a la pizca de fresa a Wisconsin.
“A dedicarme un año a atender pobres” en Chile o en Portugal, cuando los tenemos más cercanos en las propias periferias de las grandes ciudades de nuestro país.
En fin que razonadas sin razones para tomarse un año al término de la “graduación” de la preparatoria existen para todos los gustos, el problema es que aún estando la familia en posibilidades económicas de cumplirle al joven esa posibilidad de “conocer mundo”, los que nos dedicamos a la enseñanza en los niveles universitarios constatamos unos efectos perniciosos a esta moda que en muchos ambientes se ha venido imponiendo en los años recientes.
El principal de ellos consiste en la pérdida de los muchos o pocos hábitos de estudio que se pudieran haber desarrollado en secundaria y preparatoria: Un año en el extranjero sin una disciplina formal de estudios a esa edad, provoca en el muchacho que sí regresa a las aulas universitarias le cueste significativamente en los primeros meses de su ingreso a la universidad volver a adquirir el ritmo de estudios necesarios para salir avante.
Y eso los que regresan a estudiar: Mi experiencia profesional señala que más de la mitad de los que incluso dejan pagada la inscripción para un curso subsecuente ya no regresan a estudiar aduciendo los más variados motivos.