en mayo del año 2004 un número excepcional de bebés vendrá al mundo en la región de Nueva York. En este momento resulta difícil evaluar bien a bien todos los impactos que habrá de provocar el apagón, excepto que dentro de nueve meses muchas parejas neoyorquinas verán el fruto de una larga noche sin electricidad.
Otros saldos son mucho menos festivos. Se calcula que se habrán perdido entre 25 mil y 30 mil millones de dólares, poco más de mil millones de dólares por cada hora sin suministro eléctrico. Para dolor de George W. Bush, que busca desesperadamente la recuperación económica para poder reelegirse en el 2004, este traspié representará casi un 1% del PIB en el trimestre.
Más allá de los costos directos, el corte de electricidad deja detrás de sí una larga lista de reflexiones, tanto de índole personal como social. Para los habitantes de la Gran Manzana la oscuridad y la parálisis de la ciudad invocaron las peores pesadillas e impusieron, una vez más, una dura prueba de humildad.
Muchos de ellos caminaron decenas de kilómetros para alcanzar sus hogares ante la falta de transporte público (las tiendas deportivas agotaron sus inventarios de tenis, por la gran cantidad de personas que compraron zapatos más adecuados para la larga e improvisada caminata de regreso a casa). Muchos otros quedaron atrapados en el subsuelo en vagones del metro con temperaturas superiores a 40 grados o tuvieron que ser rescatados de los miles de elevadores en los que trepan a las alturas.
Súbitamente la falta de electricidad desnuda la vida deshumanizada y enajenada en que nos ha envuelto la tecnología. Los seres humanos se mueven por el subsuelo, se trasladan largas distancias todos los días y habitan en nichos instalados en alturas a las que no pueden llegar por su propio pie.
Miles de neoyorquinos pasaron la noche del jueves dormidos en las aceras y escalinatas de edificios públicos. Para muchos solitarios la emergencia les enfrentó a la peor de las desgracias del hombre moderno: una larga y oscura noche sin más compañía que ellos mismos; sin televisión, lectura, teléfonos o vida nocturna iluminada. Noches como ésa tendrían que hacernos reflexionar sobre la peligrosa dependencia que hemos desarrollado por nuestras propias creaciones.
El apagón muestra las infinitas vulnerabilidades de la complejidad de la vida moderna. Las grandes metrópolis viven precarias estabilidades y equilibrios muy frágiles, que fácilmente se rompen y provocan catástrofes. La ola de calor que ha provocado 3 mil muertos en Francia este verano o la posible caída de un rayo en un lugar inoportuno ponen en duda las cómodas y falsas certidumbres que ofrece la tecnología.
Pero las mayores preocupaciones tienen que ver con la economía y la política. Dos días después del apagón las autoridades todavía no conocen las verdaderas causas del problema. Han descartado la posibilidad de que sea un acto de terrorismo, pero la prisa con la que desecharon esa hipótesis y las vacilaciones para proveer cualquier otra, provoca suspicacias. La opinión pública tiene todo el derecho de mostrarse escéptica luego del engaño evidente de que fue objeto para forzar una guerra en Iraq.
Lo cierto es que los cortes eléctricos muestran la debilidad de la política energética de ese país. “Somos una superpotencia con un suministro eléctrico del Tercer Mundo”, dijo Bill Richardson secretario de Energía de Bill Clinton. Y seguramente se refería a los cortes de electricidad que le fueron impuestos a California durante meses y a la precariedad del sistema de inversiones que no logra conciliar el interés público con la lógica del mercado.
Algunas regiones de Norteamérica están al borde del colapso por una pésima política que impulsó la desregulación (privatización) pero congeló tarifas, lo cual llevó a la parálisis de las inversiones y la bancarrota de las empresas participantes.
La discusión de estos temas, que seguramente se dará en los próximos meses, podría ser una buena oportunidad para que los mexicanos definamos, de una vez por todas, una política eléctrica de largo plazo que impida que el destino nos alcance en unos años. Por lo pronto los casos de Nueva York y California, son una pequeña muestra de lo que podría pasar.
Por la falta de la reforma eléctrica las inversiones en materia de gas y electricidad están paralizadas; sin darnos cuenta estamos jugando con la sobre vivencia de las próximas generaciones.
Los neoyorquinos mostraron que el 11 de septiembre los cambió para siempre y para bien. En 1977 Nueva York sufrió un apagón de 25 horas lo cual desencadenó la famosa “noche de los animales” que arrasó a la ciudad con saqueos e incendios.
Amparados por la oscuridad miles de habitantes se dedicaron al pillaje y a agredirse unos a otros con una violencia que no envidiaría la Bagdad de horas después de la caída de Hussein. En cambio ahora la oscuridad sólo provocó una oleada tras otra de solidaridad. Personas que ofrecieron sus casas, comerciantes que vendieron a mitad de precio los congelados que se perderían en unas horas, voluntarios en todos los frentes.
Ojalá que este apagón constituya un ejemplo para los mexicanos en más de un sentido. Que nos lleve a resolver las estrategias de energía de largo plazo y también que, en el peor de los casos si el colapso sobreviene, sepamos comportarnos como los neoyorquinos del 2003 sin pasar por los neoyorquinos de 1977. (jzepeda52@aol.com)