Me referí ayer aquí al reemplazo del embajador mexicano en Berlín, Jorge Eduardo Navarrete. Supuse que éste había elegido retirarse por voluntad propia de la misión que encabezaba un año atrás. Lo ocurrido es inadmisible. Fue despedido sin explicación alguna. Simplemente se le comunicó que su tarea en Alemania había concluido. No se le ofreció una nueva opción, como es el uso, para la continuación de su carrera. Y se le solicitó que en plazo perentorio pidiera el beneplácito para su sucesor, Jorge Castro Valle, encomienda que cumplió puntualmente.
Navarrete ocupa el primer lugar en el escalafón diplomático mexicano. Ha desempeñado importantes funciones en el servicio público en general y en el exterior particularmente, y siempre que el Senado ha tenido que ratificarlo en sus nombramientos, quedó constancia del alto aprecio con que los legisladores calificaron el cumplimiento de su deber. Esa sola circunstancia debía merecerle un trato cortés, y no el desconsiderado despido que se le asestó. El cese de su misión no le fue comunicado por el canciller Derbez ni por el subsecretario Berruga, sino por un director general.
La arbitraria decisión parece haberse incubado durante varios meses. Apenas una semana después de su llegada a la cancillería, el secretario Luis Ernesto Derbez acompañó al presidente Fox a una gira por países europeos, que concluyó en Alemania, a fines de enero pasado. No fue una estadía afortunada para el presidente mexicano. En general, el clima político en Europa estaba dominado por la inminencia del ataque a Iraq, al que se oponían los gobiernos de París y de Berlín, y no era propicio para visitas de cortesía, sin efecto inmediato en los acontecimientos relevantes de aquella hora. Tanto fue así que el canciller Gerhard Schröeder infligió a su huésped mexicano un tenue agravio, al dar por concluida unilateralmente la conferencia de prensa que ambos mandatarios sostenían. El jefe del gobierno alemán prefirió quedar mal con su invitado que asumir en ese momento una posición frente al conflicto bélico que se avecinaba.
Fue tan patente la grosería que el propio gobierno germano no demoró sino unas horas en presentar una disculpa por el incidente, a quienes lo sufrieron.
Por añadidura, un grupo radical alemán insultó a las afueras de la universidad Von Humboldt al presidente Fox. Por agraviante e infundado que fuera, como lo fue, el episodio era inevitable, como lo prueban por doquier cientos de actos de protesta que en cada intercambio de jefes de estado o de gobierno se llevan a cabo, con mayor o menor sustento. El Presidente Zedillo tuvo que encarar más de una vez expresiones de descontento y aun de furia a causa de la efusión del zapatismo, causa que encontró amplia solidaridad fuera de México y a la que se refirió también el ataque verbal a Fox.
Se entiende que esos dos percances perturbaran el ánimo de los dos principales visitantes, el presidente y su flamante canciller. Pero es seguro que ninguno de ellos habría incurrido en la impertinencia de reprochar al embajador Navarrete nada de lo sucedido. Pero acaso los sucesos incrementaron la molestia de Derbez por su fallida intención de modificar a última hora el programa de la visita presidencial, algo que Navarrete no pudo cumplir, como es comprensible por el rígido protocolo que rige reuniones de esa naturaleza.
Salvo ese momento, nada anómalo ocurrió durante la gestión del embajador despedido, y sin embargo se le echó como si hubiera cometido faltas graves. Sería impensable que eso hiciera Navarrete. Si bien ingresó al servicio por designación política, del propio Presidente, ganó después sus lauros diplomáticos por su desempeño al frente de siete misiones como embajador residente. Maestro normalista, Navarrete estudió economía en la UNAM y era editor de la revista Comercio Exterior, del Banco Nacional de esa materia, cuando el presidente Echeverría, quizá al haber leído alguno de los documentados y reflexivos análisis del joven economista (tenía treinta y dos años de edad en 1972) lo hizo por ello embajador en Venezuela (en el marco de varias designaciones similares, de jóvenes brillantes en campos ajenos a la diplomacia).
Navarrete, sin embargo, perseveró en el servicio: de esa primera misión pasó a Austria y luego a Yugoslavia, ya bajo el presidente López Portillo. Después sería, con los cancilleres Jorge Castañeda Álvarez de la Rosa y Bernardo Sepúlveda, subsecretario de asuntos económicos de la SRE, de 1979 a 1985. Volvería en los siguientes diez años al servicio en importantes capitales, como Londres, Beijing y Santiago de Chile, antes de servir de nuevo en el gabinete, esta vez como subsecretario de Energía (de 1995 a 97). Retornó al servicio como embajador en Brasil, de donde en diciembre del 2000 pasó a la representación mexicana en la ONU. Ya había sido allí mismo delegado alterno, como también representó a México en Viena ante el Organismo Internacional de Energía Atómica.
La historia de una vida no se agota en su curriculum, en la enumeración de sus responsabilidades. Pero permite comprender un trayecto, el sentido de una sucesión de decisiones vitales. Es verdad que la disciplina en el servicio exterior se asemeja a la de las fuerzas armadas. Pero en ambos casos, especialmente en el primero, debe ser compatible con el respeto a la dignidad de las personas. Fue tan arbitrario el proceder de la cancillería contra Navarrete que por eso no puede la SRE dar explicaciones a la Permanente.