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Arrogancias/En la guerra

Sergio Aguayo Quezada

La arrogancia se manifiesta de múltiples formas y, por lo mismo, es un término adecuado para entender lo que pasa en la Guerra de Iraq. Viéndola con esta perspectiva sirve como un recordatorio de que, pese a los cambios tecnológicos, la condición humana sigue sin modificarse en aspectos esenciales.

Dos semanas después de que se iniciara la guerra sigue pensándose que el régimen de Saddam Hussein saldrá derrotado. Lo que ha cambiado radicalmente es la valoración sobre el tiempo que durará el conflicto y el costo humano y económico que tendrá para ese país y las diferentes regiones del mundo. ¿Cómo fue que se modificaron tan rápido los pronósticos sobre la duración? ¿Cuáles fueron los principales errores? Uno de los más grandes historiadores, Eric Hosbawm, escribió que “pronosticar el futuro es una actividad riesgosa, frecuentemente frustrante, pero necesaria”. Un aspecto integral de la construcción del conocimiento está en detectar las tendencias -la adivinanza de hechos precisos es un entretenimiento muy generalizado que no sigue los criterios utilizados en el razonamiento científico-para adelantarse a los acontecimientos y alimentar las decisiones que se toman en el presente. Los buenos pronósticos se basan en el análisis, la información y la objetividad. Cuando se incorporan los perjuicios o los deseos el resultado puede ser desastroso y eso fue lo que hizo el gobierno de Estados Unidos. Los planificadores de esta guerra incurrieron en uno de los errores más comunes: imaginársela tomando como precedente las lecciones que dejaron las guerras previas. Si la primera guerra del Golfo tuvo un desenlace tan rápido como la invasión de Afganistán que provocó la caída del régimen Talibán, seguía entonces que lo mismo pasaría en esta ocasión.

Creyeron que Saddam Hussein actuaría con la arrogancia que lo llevó a invadir Kuwait, primero, y a plantarle cara a occidente, después, enviando a sus ejércitos a combatir de frente y en grandes formaciones. Había también la creencia de que bastaba con pisar suelo iraquí para que se desatara una insurrección popular que incluía, ¡faltaba más!, a beldades del desierto portando guirnaldas de flores para los robustos gladiadores. En tan idílica especulación las milicias kurdas era el equivalente a la Alianza del Norte que, en Afganistán, sirvió como base local para el derrocamiento de los talibanes.

Washington tuvo un éxito notable en convencer a sus medios de comunicación para transmitir por el mundo la idea de una guerra corta y exitosa. Fue un contagio en cadena, en parte intencional -a Washington le convenía porque se reducían las oposiciones- pero en parte accidental por la forma como fluyen los flujos de información. Quienes tenemos como oficio opinar sobre asuntos internacionales partíamos de los mismos antecedentes y nos alimentábamos de las fuentes informativas que reproducían los erróneos supuestos. A lo mejor también influyó que estamos culturalmente condicionados por esa filmografía de acción estadounidense, tan predecible en su desenlace.

La mayoría de los que nos opusimos desde un primer momento a la guerra lo hicimos por motivos y razones que no cuestionaban la tesis del conflicto rápido. Creíamos, en suma, que Saddam Hussein actuaría con la misma arrogancia que en el pasado y que la soberbia de George W. Bush estaba sustentada en algo más que la enorme capacidad de fuego que tienen sus fuerzas armadas. Olvidamos que el derrotado y el débil tienen que aguzar la inteligencia y la imaginación para sobrevivir mientras que el victorioso tiende a caer en la auto-complacencia. Saddam Hussein, sus hijos y generales sí aprendieron de las derrotas dejadas por la Primera Guerra del Golfo. Hace una década actuaron convencidos que el gasto multimillonario que habían hecho en equipo militar bastaba para enfrentarse en condiciones de igualdad a los aliados. Por ello fue que su flota aérea y sus formaciones de blindados se lanzaron a combatir y fueron rápidamente trituradas. En esta ocasión se atrincheraron en las ciudades y dispersaron a buena parte de sus fuerzas para hostigar de múltiples formas al enemigo y causarle el mayor número de bajas posible. Regresaron a los principios básicos de la guerra de guerrillas combinada con una guerra de posiciones en el medio urbano. En sus cálculos hay criterios diferentes sobre el factor humano (la cantidad de bajas que un ejército está dispuesto a tener). En la tradición militar estadounidense este factor es sustancialmente menor al que tienen países como Iraq.

Otro error estadounidense tiene que ver con el nacionalismo. Esta cultura tiene virtudes tan grandes como la tolerancia que, bajo ciertas condiciones, es sepultada o arrinconada por un nacionalismo exacerbado que excluye a los otros -generalmente extranjeros. Lo grave con este tipo de nacionalismo es que provoca una reacción simétrica e igualmente extrema en el enemigo. Washington incorporó el nacionalismo estadounidense pero ignoró el de su enemigo y de ahí la sorpresa ante el patriotismo iraquí e islámico.

Soy parte de una generación golpeada en los años setenta por la Guerra Fría que metió a buena parte del mundo en un conflicto alimentado por la intolerancia de los extremos. Había tanto rencor en la izquierda como en la derecha y esto radicalizó las posiciones y desencadenó tragedias que todos conocemos.

El panorama en estos momentos no es alentador porque reaparece la polarización y se regresa a excesos del pasado que parecían haber sido eliminados. Por ejemplo, la Agencia Central de Inteligencia (CIA) organizó grupos de paramilitares encargados de “neutralizar” (asesinar) opositores como si la historia no hubiera enseñado lo peligroso de darle operatividad a servicios de inteligencias acostumbrados a no rendir cuentas. Pese a lo difícil del momento, hay razones para pensar que es posible contener a la irracionalidad. Tal vez porque están tan cercanos los recuerdos de las consecuencias de la Guerra Fría ha sido fulminante la condena universal contra los métodos del gobierno de Estados Unidos. Se acabó la época en la que bastaba invocar mecánicamente a la democracia o la libertad. La violencia y la irracionalidad son difícilmente legitimadas y la reacción en Estados Unidos, aunque minoritaria, no es despreciable. Los profesores de las universidades estadounidenses vuelven a protestar y recuperan métodos de lucha de aquellos años (como los “Teach-ins” que educan y movilizan) para incorporarlos a los estilos desarrollados por las nuevas generaciones. Frente a la arrogancia y la violencia, la razón.

La miscelánea

Tiene razón el Partido de la Revolución Democrática cuando pide que México solicite, en la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, una condena a la violencia desatada por Estados Unidos y sus aliados contra Iraq. También comparto la condena que hace el PRD al bloqueo y otras agresiones de Estados Unidos contra Cuba. Dicho esto, me parece incomprensible que este partido guarde silencio, tolere y solape la violación de los derechos humanos que realiza el gobierno de La Habana. Es trágico, pero frecuente, que las víctimas se conviertan, simultáneamente, en verdugos.

Comentarios: Fax (5) 683 93 75; e-mail: sergioaguayo@infosel.net.mx

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