Firmada por diputados de todos los partidos, en la Asamblea legislativa del Distrito Federal está por ser dictaminada una iniciativa de reforma al Código electoral capitalino, que de aprobarse lesionará a la democracia y sentará un funesto precedente contra los órganos electorales.
Escuché a los diputados Jaime Aguilar Álvarez, del PRI y Arturo Escobar, del PVEM, explicar que suscribieron la iniciativa como un mal menor. Supongo que será igual la explicación panista. Los dos legisladores adujeron que el proyecto original, presentado por la mayoría perredista, se proponía asestar golpes más severos aun al Instituto Electoral del Distrito Federal, que con las agrupaciones políticas resulta víctima de esta faena legislativa. Como quiera que sea, si las fracciones minoritarias en la Asamblea no deciden oponerse a los proyectos perredistas (el inicial o el atemperado), o si no inician en caso de aprobación de la iniciativa la acción de inconstitucionalidad a que pueden acudir, resultarán corresponsables del atentado a la autonomía del órgano electoral capitalino.
Oculto tras la buena razón, convertida en pretexto, de utilizar racionalmente los recursos públicos, el ataque legislativo al IEDF impone decisiones a la autoridad electoral que sólo ella misma debería asumir. Por supuesto que todas las leyes son revisables y en consecuencia el Código electoral lo es. Pero abordar su reforma en este momento y desde la perspectiva con que se dice actuar, para beneficio de la austeridad gubernamental, no es necesario, no es oportuno y lesiona a la autoridad electoral. Y por consecuencia a los ciudadanos.
En explicación no pedida (lo que implica una acusación manifiesta), la deficiente exposición de motivos de la reforma iniciada por el PRD asegura que el proyecto “no tiene por objeto acotar facultades o imponer tarea alguna a los órganos electorales”. Y exactamente eso es lo que hace. No podemos examinar aquí todos los dislates de la iniciativa, porque son muchos. Nos detenemos sólo en uno, el más grave de todos. Para que la operación del Instituto sea más barata y montándose en la justificada ola de rechazo ciudadano al dispendio electoral, el proyecto modifica la estructura del IEDF reduciendo de cinco a tres las comisiones permanentes y las direcciones ejecutivas correspondientes.
Mucha gente aprueba y alaba la austeridad del jefe de gobierno de la ciudad de México. Cuento entre los más entusiastas apoyadores de esa virtud republicana de Andrés Manuel López Obrador. La desplegará institucionalmente cuando se apruebe la ley sobre la materia que anunció ayer mismo y que conduce a que los funcionarios públicos sean servidores y no se sirvan del aparato estatal. Quien meramente espere altas retribuciones del servicio público hará bien en no enrolarse en las filas del gobierno de la ciudad de México.
Pero en vez de inducir la racionalización del gasto del IEDF en su presupuesto, con la consiguiente posibilidad de que el consejo general de ese instituto defienda las partidas que requiere, la fracción perredista en la Asamblea resolvió modificar la legislación electoral. En el mejor de los casos es de mal gusto político que al cabo de un proceso electoral y como una de las primeras providencias legislativas de una Asamblea que tomó posesión hace dos meses, se busque reducir las capacidades operativas del órgano electoral. Si se tratara de una emergencia, de una modificación sujeta a término, se atenuaría la inoportunidad. Pero angostar la estructura del IEDF en este momento despide el feo tufo del enojo o la revancha. Tanto el PRD como el PAN padecieron sanciones y embatieron contra el órgano electoral, que actuó con estricto apego a la ley.
No es casual que las oficinas del IEDF que resultan directamente dañadas por la reforma sean las encabezadas por quienes integran la comisión de fiscalización.
Ciertamente hace falta reformar la ley electoral capitalina. Por ejemplo, la fórmula para la asignación de diputados de representación proporcional ha suscitado, las dos veces en que aplicó ya, problemas resueltos por la justicia electoral federal en última instancia. Es preciso aclarar ese mecanismo. Y así podrían enumerarse otras necesidades. Pero conviene emprender una reforma integral, no a parches. Y el momento adecuado para esa operación sólo llegará cuando se consume la reforma política del DF, una magna tarea que emprendieron con éxito y buena fe política las anteriores legislaturas, local y federal (en San Lázaro). Frenada por intereses mezquinos en el Senado, esa reforma conlleva un nuevo estatuto constitucional para la ciudad de México. Deberá revisarse y reformarse a fondo la legislación derivada de esa nueva situación. Esa y no otra será la hora de la reforma electoral.
La inexplicable prisa con que la mayoría perredista, avalada por los partidos restantes, procede hoy, produce varios estropicios. El de mayor alcance es la torpe marginación de la cultura política como una de las funciones del IEDF. Tan apresuradamente se mal redactó la iniciativa, que la achicada dirección a que corresponde la educación cívica no queda facultada para difundir la cultura política, cuyos proyectos debe revisar la también abreviada comisión respectiva. Criticable aun si se tratara de un indeseado efecto de la mera restricción presupuestal, esta reforma es peligrosa porque concreta la tentación de los partidos de lesionar al árbitro de sus contiendas. Los votantes por el PRD esperan otra cosa de él.