EDITORIAL Columnas Editorial Caricatura editorial

¿Así somos?/Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

Una importante compañía cervecera nacional tiene en curso una campaña publicitaria que parte de una curiosa premisa: que el autoinsulto puede dar sed y promover el cómo saciarla. En los anuncios se presenta a personajes que en teoría son quitaesencialmente mexicanos, los cuales hacen gala de numerosos defectos: son gandallas, holgazanes, irresponsables, mentirosos, impuntuales... Estas características son presentadas con supuesto ingenio y bonhomía. Cada episodio termina con una frase que nos pone a temblar: “¡Así somos!” Y claro, es cuestión de preguntarse, uno, con el permiso de quién usan la primera persona del plural y dos, por qué suponen que todos estamos de acuerdo con esa descripción. Digo, habemos mexicanos que nos gustaría ser considerados decentes, responsables y dedicados.

Ciertamente el mexicano es un pueblo singular en lo que concierne a su autoimagen. No conozco ningún otro que se regodee tanto y tan frecuentemente en sacar a flote sus propios defectos, reales o supuestos. Peor aún, que los presente con orgullo, como prendas de honor.

Alguien me comentó que los ucranianos también tienen cierto sentido negro del humor en relación consigo mismos. Pero como mis conocimientos sobre el carácter nacional de Ucrania son más bien flojones, me quedo con lo afirmado supra: ¿quién más se solaza ensalzando las lacras (de nuevo, reales o supuestas) de su sociedad?

A las pruebas me remito: es común entre alguna gente que, al enterarse de una tranza, fraude, robo, expolio o simple birle de cartera, exclame entre orgulloso, burlón y admirado: “¡Ahhh, mexicanos!”... como si todos los pobladores de este país fuéramos delincuentes reales o potenciales. Cuando nuestros excelsos Ratoncitos Verdes fallan rondas de penaltis o se dejan vencer en el soccer por los Estados Unidos, sobra quién sintetice: “Pues qué se le iba a hacer: son mexicanos”. Un servidor ha tenido que padecer padres de familia que, protestando por la expulsión de su hijo, alegaban que “en México las reglas son para romperse” (Entonces, ¿para qué envían al hijo a Canadá? ¿Para corromper a los canadienses?).

Y basta echarle un vistazo a nuestro panteón cívico para caer en la cuenta de que nos encantan los perdedores: con notables excepciones, nuestros héroes fueron fusilados, traicionados o asesinados: nos fascinan los fracasados, de Cuauhtémoc a Zapata. Más aún: el mérito mayor de la inmensa mayoría de ellos fue el haber matado a otros mexicanos. Nuestros artistas, científicos, humanistas, quienes han hecho verdaderas contribuciones a la Humanidad, ésos son ignorados olímpicamente y difícilmente llegan a alcanzar ese honor extremo que es tener nombre de calle. ¿Qué le estamos diciendo a nuestros niños? ¿Son ésos los ejemplos que deben seguir? ¿Rebelarse contra la autoridad, nada más porque no les gusta (de Guerrero a Obregón) y morir inútilmente? ¿Así somos?

Tal vez en tiempos pasados ésta fuera una manera de plantear la autocompasión como catarsis patria ante la fatalidad histórica. En el México encerrado, cerrero, desconfiado del exterior, que le temía al mundo porque se le había dicho que de él provienen todos los males, dominado por un PRI naco-nacionalista de patriotismo estridente y escasos resultados reales, quizá fuera natural considerar que ni modo, así somos: condenados a soportar los dardos del destino cruel, a caciques violentos y arbitrarios, a gobernantes rapaces e ineptos y al fraude electoral rigurosamente previsible.

Me temo que ése es el México que sigue empeñado en vivir en 1940 y piensa que Bartlett, Murat y Cuauhtémoc son grandes patriotas al impedir que se creen empleos y haya inversión productiva.

Por supuesto, poco a poco empezó a emerger otro México: el que veía cómo países antes paupérrimos nos rebasaban y comenzaba a cuestionarse si las decisiones tomadas eran las correctas; el que presenció con envidia cómo España salía de las tinieblas medievales del franquismo y, en unos cuantos años, articulaba una democracia funcional e ingresaba a la Unión Europea; el que creyó que modernizar al país no era traición a la patria, sino lo contrario; el México que veía con naturalidad el sentirse parte de un mundo cada vez más pequeño y para el que Halloween y la trilogía de Star Wars (la primera) eran expresiones culturales simpáticas y/o inofensivas, no Caballos de Troya execrables de un mundo complotando eternamente contra la mexicanidad. En fin, el México que se negó a quedarse anclado en el chantaje histórico del priismo (el del “así somos”: pobres, corruptos, aislados, víctimas eternas del imperialismo yanki y el autoritarismo priista) y empezó a pedir que aquí ocurriera lo que ocurría fuera: apertura de fronteras, diversificación de la inversión, competitividad, democracia electoral, alternancia...

¿Cuál México es el mayoritario? ¿El que dice “Así somos”, o el que piensa que ni loco quiere ser así? Algunos apuntan a características regionales, lo que puede considerarse inevitable en un país tan grande y diverso: el norte, siempre más influenciado por los Estados Unidos, quiere apartarse del estereotipo de “Allá en el Rancho Grande”; en tanto que en el sur tradicionalista, indígena y pobre Murat defiende el derecho de Oaxaca a seguir a oscuras y en la miseria. Tal división es tentadora, pero irreal: existen muchas bolsas de tradicionalismo en el norte y en el sur la Ciudad de México, el ombligo de la vida nacional, sigue siendo (aunque le pese a Monterrey) la más cosmopolita y mundana.

También podría argüirse que el México que no desea verse retratado en esos anuncios es el más educado, que ha viajado fuera de Cuautitlán (Izcalli o el de Romero Rubio) y que se ha dado cuenta de que, curiosamente, desde hace unos cinco siglos este país forma parte de ese abigarrado conjunto conocido como el Occidente cristiano. Y que el alejarnos de esa identidad y sus valores sólo nos ha servido para darnos de topes contra la pared y perder en buena medida los últimos dos siglos. Sin embargo, no estaría tan seguro de esta dicotomía: hay sectores educados y viajados que evidentemente no han aprendido nada sobre lo que ha hecho prósperas y ordenadas a otras naciones; mientras que el humilde bracero analfabeta que regresa de Oregon tiene el suficiente sentido común para entender lo que está mal... y por eso regresa a Oregon, donde no hay ejidos improductivos, inseguridad en la tenencia de la tierra ni líderes de la CNC.

En todo caso resulta evidente que, en los albores del siglo XXI, hallamos una fractura en lo que muchos desearían ver como un monolito. Por un lado capas cada vez más amplias de la sociedad desean modernizarse, integrarse a ese Occidente (España, Europa, Norteamérica) al que sólo la necedad y el chantaje nacionalista nos han impedido ver como nuestro ámbito natural y hacer que este país riquísimo deje de estar lleno de miserables fregados pero contentos. Por el otro está el México temeroso del mundo exterior; que ve en el extranjero al perenne Masiosare (un extraño enemigo); que cree que los empleos (y kilowatts) creados por inversión extranjera afectarán genéticamente el nacionalismo de sus niños; que piensa que ser borracho, mujeriego y jugador es parte de nuestra pretendida idiosincrasia y que defendiéndola estamos bien... otra vez, bien fregados, pero bien contentos.

Por supuesto, desde De la Madrid y Salinas se ha pretendido identificar la modernización del país con el vendepatrismo y ese extraño Lado Oscuro de la Fuerza que nadie sabe identificar, pero llamado genéricamente Neoliberalismo. Ese es el argumento de los Neoconservadores (los que se oponen a los cambios son generalmente llamados conservadores), como Cuauhtémoc o Murat o Bartlett, quienes insisten en que este país, que tiene 180 años de independencia, todavía es incapaz de defenderse de la rapiña extranjera y por ello debemos cerrarnos al mundo, cocernos en nuestra propia salsa y continuar generando miseria, braceros y líderes sindicales petroleros millonarios. Y que suponen que así queremos seguir. ¿Así somos?

Volviendo a lo de las... digamos... características negativas como parte de la idiosincrasia nacional, éstas no son inamovibles ni nada por el estilo. Las actuales sociedades escandinavas, las más igualitarias y equilibradas de la historia humana, tienen como antecesores a los vikingos, que del beber, asesinar, violar y entregarse al pillaje hicieron una auténtica marca de identidad hace diez siglos. Luego se asentaron y por allá nadie pregona que en sus genes esté la necesidad de saltar a los draaken para asolar las costas vecinas. Los alemanes actuales quieren olvidar a como dé lugar un pasado que condujo a Auschwitz y no desean que los identifiquen con la fuerza y la disciplina de las que tanto tiempo estuvieron orgullosos y no hay español vivo que desee identificarse con los valores y preceptos consagrados en joyas cinematográficas como “Nobleza baturra” (1965) y “La verbena de la paloma” (1963). Que sí, eran muy monos, pero pertenecen a una España recoleta, ramplona y represiva, que se fue al basurero de la historia y a la que muy pocos lloran. Así pues, las identidades nacionales no son perpetuas ni inamovibles. Sobre todo cuando se cae en la cuenta que algunas de ellas sólo sirven para fijarnos en el atraso y el desorden que nos han impedido darle a los habitantes de este país niveles de vida decentes.

¿Alguien quiere regresar al México de “A.T.M.” o “Los Tres Huastecos”. Digo, las películas son simpáticas. Y claro, a uno le encantaría departir ocasionalmente con un tipo como Pedro Infante, quien hasta borracho era más cuerdo y coherente que las últimas legislaturas que hemos padecido. Pero, ¿alguien desea SER eso? ¿O que su compadre real tenga esas características? ¿Quién quiere empleados impuntuales, vecinos vivales, compañeros tranzas? Cualquiera con un dedo de frente entiende que un país de gandallas, holgazanes, irresponsables y mentirosos nunca progresará. ¿Eso queremos?

Total, que quizá debiéramos empezar por querernos un poquito más y dejar de exhibir nuestras miserias como prendas de orgullo nacional. Y cuestionar las que los medios de comunicación exponen como propias del ser mexicano. Y preguntarnos, más que “¿Así somos?”, la más madura consideración de “¿Así queremos ser?”

Ah y por cierto. Si de anuncios cerveceros se trata, el de los soldados rusos que se ponen a bailar el Jarabe Tapatío en la Plaza Roja, es sencillamente g-e-n-i-a-l.

Consejo no pedido para sentirse moderrrrno: Escuchen “Never a dull moment”, de Rod Stewart; lean “Si te dicen que caí”, de Juan Marsé y renten “Asignatura pendiente” (1977) de José Luis Garci, desigual pero interesante cinta sobre la transición española. Provecho.

Correo: francisco.amparan@itesm.mx

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 58011

elsiglo.mx