Convaleciente en el Hospital Central Militar, tras su operación de ayer, el presidente Fox está plenamente en funciones. No ha requerido, como ninguno de sus antecesores en la historia contemporánea de México, solicitar licencia temporal para dejar de ejercerlas. No se halla ausente. Ni siquiera queda en esa situación, paradójicamente, cuando sale del país. A la distancia, ejerce sus atribuciones, es inequívoco titular de las mismas. Cuanto más ocurre así estando en la capital federal, donde el Jefe del Estado se recupera.
Aunque la Constitución de 1917 prevé las faltas temporales del Presidente, no hay mecanismo que las regule y no se han producido nunca formalmente. El artículo 85 implica que las hay de dos clases, de menos y de más de 30 días. En el primer caso, que sería el de esta ocasión, si el Presidente hubiera solicitado autorización para ausentarse, no estando reunido el Congreso la Comisión Permanente haría la designación de un interino. Si la falta se prolongara por más de un mes, esa Comisión debería convocar al Congreso para que éste hiciera el nombramiento.
Pero eso no ha ocurrido nunca y muchas circunstancias, entre ellas la sensatez, avalan el que así sea. Casos ha habido de largos períodos en que el Presidente no atiende de modo directo sus funciones y no se estimó preciso reemplazarlo mediante la fórmula constitucional. El cinco de febrero de 1930, el mismo día en que tomó posesión, el presidente Pascual Ortiz Rubio fue herido de un tiro en la mandíbula por un fanático. Sólo comenzó su desempeño veinticuatro días después, sin que tuviera necesidad de pedir licencia. Con cierto cinismo se diría que el verdadero mandón de entonces, el ex presidente Calles estaba en el timón del Estado y por tal motivo no hizo falta echar a andar el mecanismo de suplencia.
Pero ya no había Jefe máximo, años más tarde, cuando el presidente Echeverría rompió la marca de las ausencias presidenciales, sin que tampoco lo reemplazara un interino. El ocho de julio de 1975 emprendió un fatigoso —para todos los miembros de su comitiva, menos para él— recorrido por trece países, en que empleó 45 días y que concluyó el 22 de agosto. Ni siquiera tuvo que hacer explícito que dejaba a alguno de sus colaboradores como responsable de los asuntos nacionales, como sí en cambio dijo su sucesor poco después. Cuando José López Portillo viajó en octubre de 1977, en la nueva etapa de las relaciones con España, quizá para halagar a sus anfitriones repasó el número de sus colaboradores con ascendencia hispana y explicó que uno de ellos, Jesús Reyes Heroles, secretario de Gobernación, no lo acompañaba porque se había quedado a atender la casa. Aunque la frase tenía connotación política, no carecía de sustento jurídico ya que en esos años la ley orgánica de la administración pública hacía del huésped de Bucareli la cabeza del gabinete.
Quizá se alegue que los presidentes no requerían proclamarse ausentes porque nadie reprochaba sus infracciones a la ley y a la Constitución. La respuesta es que no se impone tal deber en ninguna parte al Presidente y que ni siquiera ahora el Congreso, con gran presencia opositora, considera que cuando sale al extranjero el Ejecutivo se ausenta del país. De lo contrario, al ejercer su atribución de autorizar los viajes presidenciales, haría la designación del interino correspondiente, lo que obviamente no ha hecho nunca. Ausente fuera de México, el Presidente sigue en funciones. Cuanto más si permanece aquí.
Formalmente, pues, no hay problema. El Presidente no incurrió en ilegalidad alguna al responsabilizar a dos secretarios de Estado de los asuntos que, por otra parte, son de su competencia. El problema real es político y su dimensión fue anticipada por el propio Fox, supongo que sin quererlo. El problema es quién toma realmente las decisiones y en qué medida la anestesia, sus secuelas y la tensión que inevitablemente suscita entrar al quirófano, son factores que adulteran la capacidad de decidir.
La leyenda dice que muy a menudo el presidente López Mateos quedaba imposibilitado para gobernar debido a las intensas cefalalgias cuyo origen, un aneurisma, finalmente lo condujo a la muerte. Esa incapacidad favoreció el fortalecimiento en los hechos del secretario privado del Presidente, Humberto Romero. Para impedir que trascendiera el quebranto de salud de López Mateos, Romero hacía conocer decisiones que muy probablemente adoptaba él mismo u otros personeros ocultos.
El Presidente dijo la semana pasada, en su sesudo diálogo político con “Resortes”, que su esposa y él comparten decisiones. No dijo, por supuesto, que en su ausencia las adoptaría su señora, la mitad de la pareja presidencial. Pero en el confuso campo en que se cruzan las responsabilidades presidencial y su vida conyugal, ha sido pertinente que el Presidente puntualizara que los secretarios de Gobernación y de Relaciones Exteriores procesarán los temas urgentes que son de su incumbencia. En último término, esa es la relación normal entre el titular del Ejecutivo y sus colaboradores. Más vale así.
Con una buena dosis de inoportunidad, la hospitalización del Presidente movió a recordar el dispositivo de reemplazo del Ejecutivo en sus faltas absolutas (así las llama la Constitución, en contraste con las temporales). Sin tenerlo presente, el propio Fox se refirió a él hace poco diciendo que es confuso. Por lo contrario, es particularmente preciso. No hace falta modificarlo, pues abarca toda eventualidad.