Segunda y última parte
Pero la realidad avanza más que mil negociaciones y discursos de políticos. Por más que se critique a las autoridades policíacas norteamericanas, millones de mexicanos han cruzado la línea fronteriza sin documentos y se han establecido en ese país, donde residen y trabajan de manera normal, así sea con las incertidumbres propias de su situación migratoria irregular. Todos los que han podido, obtienen permisos de trabajo y residencia legal, mientras que un número cada vez mayor se ha naturalizado ciudadano de aquel país. Otros, una cantidad que crece a la velocidad del sonido, reclaman sus derechos políticos en México (el voto en primerísimo lugar).
El tema del voto es por demás complejo. Concederle este derecho político a quien salió por la incompetencia de nuestros gobiernos parecería ser de elemental justicia; sin embargo, un votante que no reside en México (ni paga impuestos en el país) podría afectar el resultado de una elección cerrada, sin que ello tuviera consecuencias, buenas o malas, para él mismo. El tema es igualmente delicado desde la perspectiva norteamericana: lo último que quiere el gobierno estadounidense es que su territorio se convierta en una zona de disputas político electorales de otro país. El tema es candente y nada fácil. De votar en elecciones nacionales, los mexicanos en EUA se convertirían en una fuerza política enorme, que exigiría atención a sus reclamos y necesidades, lo mismo que a los de sus familiares todavía residentes en el país. La presión para llevar a cabo reformas internas sería enorme. Tal vez ése es el incentivo que nos hace falta.
Más allá del voto se encuentra la relación bilateral. Si México no tuviera una frontera geográfica con la economía más grande del mundo, las presiones demográficas nos hubieran obligado a actuar desde hace mucho. Si estas presiones se han disipado no es porque hayan desaparecido (o porque el gobierno haya decidido, en toda su sapiencia, ignorarlas), sino porque se optó por desconocerlas. Pero los mexicanos ignorados por las estadísticas existen y se han convertido en un contingente tan enorme que comenzará a presionar sobre la vida política nacional, con voto o sin él.
Esto entraña consecuencias brutales para las políticas públicas al interior del país, pero también para la relación bilateral. Sólo para ilustrar, las pretensiones de independencia en materia de política exterior, que se acusaron con el tema del voto en el Consejo de Seguridad de la ONU, se tornan un tanto pírricas cuando se considera que quizá hasta una sexta parte de la población se encuentra en territorio norteamericano, una cifra que crece todos los días y de cuyo ingreso depende una porción enorme y creciente de la población residente en el país. Quizá sea tiempo de buscar el acomodo que esta realidad exige en el terreno de la política exterior.
Además de dejar de ignorar obviedades como la demográfica, es imperativo dejar de engañarnos. La población mexicana que reside en EUA crece y comienza a demandar que se hagan efectivos sus derechos; seguramente no tardará mucho tiempo en imponerse. Lo menos que podemos hacer es dejar de ignorar lo elemental y comenzar a debatir las consecuencias de esta realidad. www.cidac.org