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¡Ay, Jesús, otra vez tarde...

Guadalupe Loaeza

Hace unos días la empleada doméstica me entregó, junto con el correo, un sobre grande de papel Manila.

En él no aparecía ni el nombre del destinatario, ni el del remitente. ¿Quién lo trajo?, le pregunté a Carmina intrigada. No sé me lo encontré afuera de la puerta. Lo abrí de inmediato y cuál no fue mi sorpresa de encontrarme con un pequeño libro cuyas tapas y hojas amarillentas denotaban el paso de muchos años. En la parte posterior del lado derecho, leí una inscripción en letras doradas que decía: Ma Premiere Comunión. No lo podía creer; ese librito todo viejo cuyas hojas habían padecido la humedad, el polvo y hasta uno que otro mordisco de algún ratoncito, era mi libro, el mismo que me había acompañado a lo largo de toda la preparación para recibir por primera vez la Santa Eucaristía. ¿Quién me lo había enviado? Lo ignoro. El caso es que lo he recuperado y lo leído con ojos incrédulos y enternecidos a la vez.

“María mi buena madre, enséñame a amar a Jesús, dame un destello de ese amor puro en que arde tu corazón por El y préstame el tuyo para que pueda recibirlo dignamente en el mío”, leo en la primera página. La escritura es fea pero bastante legible. Es la letra de una niña de 9 años, alumna del colegio Francés de San Cosme en el año de 1955.

En seguida leo: Tengo dentro de mi cuerpo un espíritu llamado alma. Con mi alma pienso, aprendo a leer, a contar y con ella comprendo. Mi alma vale más que mi cuerpo. (A propósito de esta santa reflexión, quién me hubiera dicho, que con los años, terminaría invirtiendo más tiempo y energía a mi cuerpo que a mi alma. Ésta, por ejemplo no tiende a engordar...) Después viene una lista de sacrificios verdaderamente conmovedora: Le di a mi hermana Marisol el chicharrón más grande. Yo me quedé con el más chiquito. Obedecí el toque de la campana. Buscando algo en una de las bolsas de mi mamá, me encontré con una moneda de 20 centavos y no la tomé. La volví a guardar. Por la noche hice mis oraciones bien. Al cabo de varias hojas, los sacrificios varían notablemente. Van desde me comí dos bisteces, colgué mi uniforme y guardé mis cuellos, hasta, no me robé el lapicero que me gusta tanto de Beatriz Wichers, hoy no me burlé de la peluca de Madame St. Louis y no pensé en cosas feas.

La preparación para la Primera Comunión duraba cinco meses, (del 22 de febrero al 3 de junio), incluyendo tres días de retiro. Estos Ejercicios Espirituales se recibían en el noviciado del colegio que se encontraba en Tlalpan: En estos tres días de retiro voy a pensar más en el Niño Jesús. También entregaré a la Santísima Virgen mis últimos sacrificios y mis últimas flores para que termine de adornar mi corazón para ese hermoso día, escribí. En las páginas siguientes aparecen las jaculatorias, divididas en violetas, alhelíes, claveles, lirios, geranios, narcisos, azucenas, heliotropos para poder formar lo que se llamaba ramillete. Entre más se repetían, durante el día, estas jaculatorias, más ramilletes se podían formar. Por ejemplo: Jesús mío, ven a mi corazón, a este pequeño cáliz, lo repetí 155 veces; Jesús mío aumenta en mí el deseo de recibirte, lo dije 210 veces y Jesús mío perfuma mi alma con el aroma de todas las virtudes, 118 veces.

A lo largo de varias hojas escribí, con mis palabras, la pasión de Cristo. Desde entonces era muy exagerada: Y dijo Pilatos, dénle 149 azotes a ese hombre que dice llamarse Jesús. Y le dieron más de 7,500 y le arrancaron la carne. Casi lo dejan sin pelo y sin ojos. La forma en que narro la Resurrección es igualmente llamativa. No hay duda, que ya a esa edad mi camino ya estaba trazado: Un día que Jesucristo ya estaba bien muerto, llegan al sepulcro todos los apóstoles. Entonces lo agarran y con una sábana muy limpiecita, lo lavan y le ponen perfume, porque olía bien feo. Después con una piedrota muy fuerte lo encierran en el sepulcro. Y al tercer día, Él se salió, pero ya sin llagas en las manos. Y entonces los apóstoles le echaron más perfume y muchas yerbas. Y como ya estaba resucitado, movió la rocota y salió. Afuera del sepulcro estaba María Magdalena con los ojos muy hinchados porque ella fue la que más lloró. Su pelo largo estaba todo mojado por las millones de lágrimas.

En la lista de mis propósitos está el comulgar muy, muy seguido; platicar todo el tiempo con el Niño Jesús y no decir mentiras. Líneas abajo se lee: mañana, día de mi Primera Comunión voy a rezar por mi mamá, mi papá y mis hermanos. Voy a pedir por madame Marie Helene y por Madame de Jesús y por mi abuelita y mis amiguitas. Voy a decirle Jesús mío te prometo hacer siempre tu voluntad.

Las últimas hojas del libro son verdaderamente sobrecogedoras. En ellas cuento qué fue lo que sucedió exactamente ese cuatro de junio desde que me desperté hasta que recibí la comunión: Me levanté a las siete y lo primero que hice fue pensar en el Niño Jesús. “Jesús mío, tu eres mi amor” repetí 20 veces, mientras me ponía mi vestido blanco. Me puse mis zapatos blancos que me compró mi mamá. Después no desayuné nada. Salimos a la calle, y esperamos un “libre” (taxi) por mucho tiempo. En el libre recé más jaculatorias. “Jesús mío purifica mi corazón” repetí muchas veces. Llegamos a la Villa de Guadalupe. Al entrar en el templo ví que casi todas mis compañeras ya habían comulgado. La única que faltaba era yo. “Niño Jesús, aquí está listo mi corazón para recibirte”, grité desde la puerta. El padre se dio la media vuelta y ya no guardó el cáliz. Me miró. Todas mis compañeras mi miraron y se rieron. Tenía ganas de llorar. “Ay, padre por caridad de Dios no vayan a dejar a esta niña sin la comunión” gritó bien feo mi mamá. Todo el mundo en la iglesia nos miró. Después me fui corriendo hasta el altar y el Padre Monseñor Pani me dio la hostia y pedí por mi mamá, por mi papá y por mis hermanos. Después me fui en una camioneta y fuimos al centro para desayunar. Y en el restaurante ya estaban mis tías, Marinera mi madrina, mis papás y hermanos, mi tía Esthercita que me regaló cien pesos y todas las amigas de mi mamá. En el baño me encontré a la seño Anita. Y luego partí el pastel que era de dos pisos.

He de confesar que se me había olvidado por completo todo lo que sucedió el día de mi Primera Comunión. De lo que sí me acuerdo perfectamente bien, fue del maravilloso desayuno en Sanborns de Madero, de la muñequita vestida toda de blanco que se encontraba hasta arriba del delicioso pastel y de la esclava de oro que me regaló mi madrina. También recuerdo muy vivamente mi vestido de organdil y la corona de florecitas que sostenía el velo blanco de tul. Me sentía soñada con mi peinado a la Juana de Arco. Me sentía como una verdadera santa, pero sobre todo, me sentía elegida por el Niño Jesús. Por otro lado, respecto a la llegada tarde a la Basílica de Guadalupe, no me sorprende en absoluto. Cuando era niña siempre llegaba a las fiestas, eso sí muy bien vestida pero cuando ya habían roto las piñatas y siempre era la última en irse.

Esa fue la historia de mi vida. ¿Quién dijo que infancia era destino?

Quien me haya enviado ese maravilloso libro, se lo agradezco de todo corazón. Lo único que importó ese día, fue que a pesar de la impuntualidad, finalmente, pude recibir dignamente en mi corazón al Niño Jesús.

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