La amenaza de la guerra contra Iraq está originando, sin quererlo, la primera recomposición de fuerzas en el mundo después de la desaparición de la Unión Soviética. El capítulo de la unipolaridad de los Estados Unidos está llegando a su fin. La pretensión de Washington de liderear una coalición contra Saddam Hussein está fracasando. La razón no sólo está en la imposibilidad de presentar pruebas irrefutables del incumplimiento de la Resolución 1441 del Consejo de Seguridad de la ONU, que los Estados Unidos acusan al Presidente de Iraq de cometer, sino en la resistencia que suscita en un número significativo de países, el intolerante dilema que plantea a todo el mundo el estar con los Estados Unidos o estar a favor del terrorismo.
Ante semejante desplante del Presidente Bush varios de los países europeos, entre los cuales están los dos más fuertes e influyentes, Francia, Alemania y Rusia, sino otros como el nuestro y la India, que han trazado su raya distanciándose de la exigencia norteamericana de una acción sin la aprobación del Consejo de Seguridad. Crece el rechazo internacional a que, por la decisión de un solo individuo, mueran centenares de miles de inocentes. La OTAN es el más reciente organismo que no logra el consenso.
Hace unos días la división entre los que están a favor de un ataque a Iraq y los que piden más tiempo para los trabajos de los inspectores de la ONU, alcanzó una intensidad espectacular cuando el Ministro alemán de Relaciones Exteriores Joshka Fischer, dejó perfectamente claro que su país no está convencido y, por lo tanto, no puede aceptar la guerra contra Iraq.
La declaración del Canciller alemán fue tan vehemente que incluso utilizó el idioma inglés para que no le quedasen dudas a su interlocutor el Secretario de la Defensa norteamericano Rumsfeld. No importa la poca difusión que la prensa haya dado al grave diferendo. El poder de Estados Unidos ha sido abiertamente retado.
No es que se ponga en duda la gravedad de la situación. La proliferación incontrolada de armas de destrucción masiva en el mundo es un peligro incalculable por la probabilidad de que más pronto que tarde esas armas caigan en manos de terroristas dotándoles de un horrendo poder de amago. Lo anterior justifica una guerra sin cuartel contra el terrorismo en todas sus formas y en todos sus pretextos, sean las acciones criminales de individuos o grupos sin causa o los que se autonombran luchadores por la libertad.
Pero la lucha contra el terrorismo tiene que hacerse racionalmente y sopesar fríamente los efectos de cada opción. Para ello, antes de querer llevar al mundo a una “guerra preventiva”, hay que comparar el pavoroso drama que seguro significará una acción militar para cientos de miles de poblaciones civiles y, por otra parte, la mera expectiva de una futura agresión terrorista por terrible que fuera.
El que haya naciones que están decididas a confrontar la decisión bélica de Estados Unidos significa que por fin se asoma el inicio de una nueva etapa en el equilibrio de fuerzas internacionales. La hegemonía norteamericana, hecho que ha venido siendo universalmente admitida, es ahora cuestionada. El uso que ha hecho de ella ese país llegó a lo intolerable. La gravedad del dilema que el Presidente Bush plantea al mundo entero es de una brutalidad tan colosal que se ha pasado de la aceptación sumisa a sus deseos a la franca oposición.
Aún si, a final de cuentas, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas autorizase el ataque “preventivo” a Iraq tal y como insiste en hacerlo el Presidente Bush, el que la decisión sea colectiva marca en sí un control a la hegemonía de los Estados Unidos y la sujeción, aunque muchos la considerarán sólo virtual, de su poder a una decisión internacional.
Se ha entrado en una nueva correlación de fuerzas internacionales.
Nueva Delhi, de 2003.
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