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Cartas Hebdomadarias /Mr John Davison

Emilio Herrera

MR. JOHN DAVISON ROCKEFELLER

NUEVA YORK, E. U. A.

Fuiste la encarnación del éxito. Creciste como parte de una familia rural humilde, en un ambiente de frugalidad y tu enseñanza fue moderada. A los dieciséis años comenzaste a trabajar para un comisionista de Cleveland, Ohio.

Como a todos los jóvenes de aquella época, 1855, los negocios te seducían, igual que si se hubiese tratado, años antes, de la exploración y conquista de un nuevo continente en el que cada uno fuera su propio rey.

A diferencia de los que hoy se duelen de no ser ricos, cosa que sólo ambicionan, tú trabajaste desde aquel primer día duro y a conciencia. Y algo más: administrabas cuidadosamente tu dinero.

Un día tu jefe te enseñó un billete de mil dólares que, para el efecto, sacó de la caja. En cuanto él se fue tú abriste la caja y sacando el billete lo estuviste mirando largamente con los ojos y la boca abierta. Te parecía una cantidad enormemente grande. Durante aquel día varias veces hiciste lo mismo. Aquel día nació tu respeto por el dinero. Pero, al mismo tiempo nació tu altruismo, virtud que no tienen todos los que llegan a hacer dinero. Tú no esperaste tanto, desde que ganabas un sueldo exiguo, separabas el cinco por ciento de él para obras altruistas.

En tu país, en aquella época, sólo una cosa era inmoral: el fracaso. La práctica destructiva de tus competidores que ejercías despiadadamente era normal en aquellos años; no era cosa personal tuya y si ellos hubieran podido destruirte lo hubieran hecho sin compasión. Para no ser víctima de nadie fue que formaste la Standard Oil Trust, aplastando a todos tus competidores y obteniendo beneficios elevados. Lo más que se podía decir de ti, en aquel entonces, es que eras una cosita de cuidado.

Alguna vez dijiste que estabas firmemente convencido de que cada fracaso tenía su origen, directa o indirectamente, en la confraternidad de la víctima, en la buena voluntad que le anima para con sus amigos, siendo así que éstos vienen tan rápido como se van. “Fijaos en ellos y no seáis un trozo de pan.”

Decir que no sacabas personalmente ningún provecho de tu dinero sería un gran error: el éxito en los negocios llenaba tus necesidades íntimas. Tu vida era sencilla y leías poco. Te gustaba hablar y escuchar: una noche estuviste oyendo explicar a un amigo tuyo el nuevo sistema soviético y al día siguiente admitiste que el asunto no te había dejado pegar los ojos en toda la noche.

Viviste noventa y ocho años, que no es poco vivir y más a tu manera. Al morir, el público americano dividió su opinión sobre ti: unos te consideraron un monstruo, otros un bondadoso viejo. Tus donativos a universidades, museos, centros e instituciones médicas y escuelas sumaban unos quinientos millones de dólares (esto debía imitarse aquí y no sólo las frivolidades que se imitan).

Fuiste un hombre religioso. Sobre esto llegaste a decir que estabas convencido que todo el dinero que habías hecho era de Dios y que tú no eras más que su depositario.

Te recuerdo porque hoy una Universidad y un Museo locales necesitan a alguien como tú, tanto como un santo una misa.

¿Entre los nuestros habrá alguien que quisiera echarles una manita?

Bueno, Mr. Rockefeller, no te quito más tu tiempo, porque a lo mejor en donde hoy te encuentras sigues organizando empresas y no hay que ser.

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