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Cartas hebdomadarias

Emilio Herrera

MARCEL PROUST.

No sé si me recuerdes, estimado amigo. A mediados del siglo de los veintes, unos treinta años después de que tú te fueras a buscar, ya no el tiempo numerado, que tanto buscaras en la Tierra sino la eternidad, Rafael del Río, tu más convencido admirador, nos presentó en esta ciudad a la que recién había llegado. A ti no sé qué te haya dicho, a mí sólo me dijo, por lo bajo: “Nunca es tarde para leer a Proust”.

Para entonces, Rafael ya me había informado de tu nacimiento en París, de tu padre médico y del parentesco judío con la familia Weil.

Como no podía ser de otra manera, fuiste enfermizo y creciste achacoso, insomne, asmático y homosexual. Por el contrario tuviste suerte: heredaste el suficiente dinero como para que éste sirviera de escudo a tu manera de ser y la sociedad aceptara codearse contigo sin objeciones.

Como es de orden, según fuiste madurando, tus costumbres se hicieron más peculiares: Cuando ibas al campo lo hacías en coche para contemplar el paisaje desde las ventanas herméticamente cerradas del vehículo, a los hoteleros les interrogabas hasta su cansancio sobre las costumbres de los viajeros, etcétera.

Cuando te dedicaste a escribir te mandaste tapizar de corcho una habitación para que no te entrara ningún ruido, en fin, tuviste cosas como éstas que te permitieron escribir lo que quisiste como tú quisiste: y nos hablaste del comedor del hotel de Balbec, que parecía un gran acuario, sobre la mesa de hierro del jardín a la que Swan se sentaba a hablar con tus padres, cuya lectura es más que una fotografía, de tal manera que es imposible creer que lo que has escrito no sea real.

En Venecia una tarde Elvira y yo tomamos café en donde tú lo tomabas, mientras veías, como nosotros aquella tarde, las góndolas que pasaban, si hemos de creerle al camarero que nos servía y no nos engañó al señalárnosla.

Vivimos en medio de una serie de cambios de cuyas causas desconocemos lo esencial.

Las pausas y divagaciones de tus libros, “Por el camino de Casa Swan”, “A la sombra de las Muchachas en Flor”, etcétera, me decía Rafael, tu gran admirador, fueron necesarias para su nueva interpretación de la vida en orden al tiempo.

Ojalá y sea más o menos fácil encontrarse en aquellos parajes a los que allá van y ya lo hayan hecho Rafael y tú; platicando se podrían pasar la eternidad. Algún día, el más lejano posible, nos veremos.

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