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Cartas Hebdomadarias

Emilio Herrera

JUAN RUIZ DE ALARCÓN.

MADRID, ESPAÑA.

Estimado dramaturgo mexicano:

Si alguno debió haber sido distinguido como “Caballero de la triste figura”, ése eres tú. Floripondio talludo, príncipe de chunga, llegaron a decirte.

Naciste sin joroba y con un gran ingenio, pero se arrepintieron de haberte dado tanto y te mandaron un accidente del que saliste con dos corcovas, la de la columna vertebral y la del pecho. Las aceptaste, pero te hicieron víctima fácil toda tu vida de la crueldad de los otros, particularmente de la de los niños y de la de los intelectuales más sobresalientes del Siglo de Oro Español, que fueron peores.

Naciste en lo que hoy es México (tus hermanos, en Taxco) en 1581, de padres españoles. Cuando llegaste a España por primera vez, en 1600, tras tus primeros diez y nueve años vividos aquí, llevabas contigo la cortesía mexicana y su pesimismo, que contrastaban con el entusiasmo y la pasión y el despilfarro de los conquistadores.

Ibas a seguir estudiando allá lo que aquí habías comenzado, Leyes, en la Universidad Real de México y te inscribiste en la de Salamanca, de la que en 1602 fuiste pasante, confirmando lo de siempre: que donde se estudia difícilmente se trabaja. Había una falta de empleos comparable a la que aquí se padece hoy y te fuiste a Sevilla.

Allá adquiriste fama de hombre honrado y de buenos hábitos.

De pronto les dio por morirse a quienes allá te habían ayudado y una oportuna nostalgia de tu tierra te hizo volver a ella, donde terminaste la carrera. Volviste a España en 1611 aprovechando el regreso de Don Luis de Velasco, el hijo, Marqués de Salinas. Tenías por estos tiempos treinta años y para entonces ya sabías y que ibas a jugártela, “y que sólo tiene el mundo / un lenguaje, que es tener”.

Para entonces ya habías sido estudiante en Salamanca, poeta en Sevilla, literato en México y lector de Lope, al que admirabas. Lo demás no vale la pena contarlo, fue muy humano, exageradamente humano, vanidades y envidias. Hoy te recuerdo porque el lunes pasado se cumplieron 422 años de tu muerte. Te enterraron en la iglesia de pobres de San Sebastián, pero nadie sabe dónde.

“Su obra principal, dijo de ti Menéndez Pelayo, será siempre la de haber sido el clásico de un teatro romántico, sin quebrantar la fórmula de aquel teatro ni menguar los derechos de la imaginación en aras de una preceptiva estrecha o de un dogmatismo ético; la de haber encontrado, por instinto o estudio, aquel punto cuasi imperceptible en que la emoción moral llega a ser fuente de emoción estética.

Los aficionados a la pulcritud y a la corrección de la obra , a la moralidad humana y benévola, al fino estudio de los caracteres medios, a la parsimonia y al decoro en la expresión de los afectos, se sienten invenciblemente atraídos por el teatro de don Juan Ruiz de Alarcón, nuestro Terencio castellano, tan semejante al latino en los dotes que posee y en los que le faltan...

Vence a todos nuestros dramáticos en aticismo, en limpieza y tersura y acicalamiento de la frase, en el buen gusto sostenido y en la perfección exquisita del diálogo”.

Pero, ahora, sigue durmiendo, pues, te has ganado tu sueño.

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