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Cartas Hebdomadarias

Emilio Herrera

ALEJANDRO KORDA.

Londres, G. B.

Allá por los años 80 me enteré un poco más de su existencia, de la que algo conocía por artículos sueltos de revistas de cine leídas en peluquerías y bolerías, por las que supe que era director de cine y que lo había sido de aquella muy buena: “La Vida Privada de Enrique VIII”.

Conocer en tales lecturas el detalle de que usted leía con deleite las novelas del Oeste que había dejado escritas el narrador alemán Karl May, que a mí tanto me gustaban, me hizo cobrar de inmediato simpatía por usted y más cuando su sobrino Michael reveló en su libro “Vidas Encantadoras” tantas cosas que me hicieron tenerlo por singular y admirarlo.

En Budapest, después de recordar, como ya lo he dicho en otra parte, a su paisano Isidoro Gancz, tan lagunero, lo recordé a Usted, la vez aquella de 1940, que ya estando en Hollywood dio un billete de cien dólares a Michael entonces niño y habiendo protestado el aya por tal mimo, usted dirigiéndose al niño le dijo: “Quiero que salgas en este momento y gastes ese dinero. Si llego a saber que has ahorrado algo me causarás un gran disgusto”.

A gente que durante la guerra, cuando usted ni soñaba en llegar a ser en un futuro Sir Alexander, al cambiar sus circunstancias y pudo reciprocarle dándole trabajo en alguna de sus empresas, siempre recomendaba: “Inclúyanlo en la nómina a este señor, pero, ¡por amor de Dios! que su empleo sea uno en el que no tenga nada qué hacer!

Usted, Alexander Korda, decía con mucha satisfacción que la mejor manera de echar a andar una empresa cuando se es desconocido y no se dispone de dinero es “alojarse en el mejor y más grande departamento del hotel más lujoso de la ciudad, dejarse ver en público con las mujeres más bellas y elegantes, alquilar la limosina más grande manejada por un chofer circunspecto y cenar todas las noches en los restaurantes más prestigiados y caros de la ciudad. Y recomendaba que había que gastar todo el dinero de que se disponía en dar regias propinas para conseguir la mejor mesa y ser atendido principescamente y que si uno persistía en este modo de vida, tarde o temprano llegaría alguien a proponerle un negocio que haría que todo lo demás se volviera fácil. Así hizo usted su fortuna.

Lo que más le disgustaba a usted, según cuenta su sobrino, era lo que daba la apariencia de ser excesivamente refinado hasta degenerar en cursi. Era muestra de sencillez en el gusto comprar lo mejor en ropa: camisas Sulka, corbatas Knize, zapatos Lobb, sombreros Locke, pero habría sido cursi procurar verse elegante o preocuparse mucho por el efecto en conjunto de tales prendas de vestir.

Se esforzaba al máximo, por otra parte, para que los Korda de la segunda generación no tuvieran que padecer las negras privaciones que usted tuvo en sus años mozos. Cuando era un muchacho en Budapest, aprendió a hablar bien, lo que para usted fue de mucha importancia y después aprendió algo que le sigue en importancia, que es saber escuchar. Ya para entonces se había usted dado cuenta de que no podía desempeñarse como subalterno de nadie.

Así vivió durante veinte años, cuando estaba a punto de cumplir cuarenta, que fue cuando decidió convertirse en un verdadero millonario. Y lo consiguió invitando a cenar. “Todo consiste, dijo, en hacer que los banqueros se sintieran iguales a mujeres célebres por su belleza y a las celebridades que estaban en un mismo plano con los banqueros. Hay que darle a la gente de dinero la oportunidad de alternar en una cena con la gente de belleza y talento y a éstas la oportunidad de codearse con los que tienen el dinero.

Para terminar, recuerdo esta declaración suya: “La pobreza hace surgir lo mejor y lo peor que hay en un hombre, la riqueza, en cambio, promete conseguirlo todo y no da nada... Sin embargo, es necesario primero tener el dinero para poder despreciarlo después”.

¿Cómo no admirar a un hombre así, que además sabe morir en plenitud?

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