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Cartas hebdomadarias

Emilio Herrera

LUCRECIA BORGIA.

ROMA, ITALIA.

Para hablar de ti, hay que tener en cuenta la perspectiva del tiempo (1480 / 1519). ¡Imagínate: fue aquella la época de los grandes progresos del pensamiento, de la liberación de los sentimientos, de los grandes logros del arte, de la arrogancia y el orgullo presuntuosos y de la política; es decir, era como ahora, pero quinientos años antes!

Fuiste, indudablemente, víctima de la ambición de tu padre y de tu hermano. Supongo que te darías cuenta, pues no eras ninguna tonta, del poder enorme que te daba el ser hija de quien lo eras, pero de eso a creer todo lo que de entonces a ahora se ha dicho de ti, hay un rato largo de diferencia entre la moralidad de entonces y la de ahora, no obstante su relajamiento actual.

Poseías tal belleza y esa la atestiguan las pinturas que de ti nos han llegado y las descripciones que algunos hicieron de ella. Cagnolo de Parma dice que eras: “De mediana estatura y delgada de cuerpo. Su cara es alargada; la nariz bien delineada y bonita; el pelo, de un rubio dorado y azules los ojos; tiene la boca un poco grande, los dientes de un albor deslumbrante, el cuello blanco y fino, pero, a la vez, bien torneado. Siempre está alegre y de buen humor”. Y otro, no recuerdo quién, dijo: “Es muy hermosa, pero son aún más notables sus maneras encantadoras”.

Te casaste tres veces. Primeramente con Giovanni Sforza; pero cuando Carlos VIII invadió Italia, los Sforza perdieron poder y tu hermano César mandó anular el matrimonio. Se planeaba –la política siempre ha sido la política– una unión más provechosa. En un intento de atraerse la amistad de Nápoles, te obligaron a contraer matrimonio con Alfonso de Aragón. Esta boda resultó a la postre perjudicial a los intereses de César, tu hermano, por lo que hizo estrangular a tu marido. Se dice que tú aceptabas estas pruebas como parte de las vicisitudes de la vida y, en todo caso, tenías la elasticidad de los Borgia.

Tu tercer matrimonio fue con Alfonso de Este, heredero del ducado de Ferrara, cuya alianza le convenía a tu hermano. Una cabalgata de mil quinientas personas te fue a buscar a Roma. Seis días duraron las fiestas que se celebraron en Roma con tal motivo: bailes, comedias, mascaradas y hasta una corrida de toros y ¡olé¡ hubo en la plaza de San Pedro.

Después de aquello partiste para pasar el resto de tu vida como una obediente y respetuosa duquesa. Tu corte de Ferrara era brillante y en ella protegiste a Ariosto entre los poetas y a Tiziano entre los pintores. No volverías a sentarte entre tu padre y tu hermano a ver inmoralidades. Sobreviviste a los dos. Al morir te sobrevivió la fama de perversa e inmoral. Hoy a lo mejor te escandalizarías de lo que se ve en televisión. Si se tiene en cuenta el término medio de la mujer de aquella época, se debe reconocer que fuiste mejor que la mayor parte.

Y bueno, Lucrecia, sigue descansando en paz.

A lo mejor te lo mereces más que otros.

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