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Contra Cuba en Ginebra/Plaza Pública

Miguel Angel Granados Chapa

Es seguro que, como el año pasado, México se sume hoy al voto que pone a Cuba en el banquillo de los acusados por violaciones a los derechos humanos, durante la sesión de la Comisión respectiva de la ONU en Ginebra.

A las razones que hicieron al gobierno de México, hace un año, mudar la breve tradición abstencionista seguida en el último decenio en esa materia, se agregan otras que casi imposibilitan un voto diferente. Una de ellas es que el texto puesto a votación no es explícitamente condenatorio. No contiene juicios y ni siquiera apela a la fórmula diplomática de “expresar preocupación” cuando lo que se quiere es asestar reproches. Todo lo hace de modo implícito, al proponer que La Habana coopere y reciba una visitadora, que alentaría a su gobierno para mejorar los derechos humanos. De ese modo se mantiene una permanente acusación contra el gobierno de Fidel Castro.

Una segunda razón estriba en el efecto que causa la relación mexicana con Cuba respecto de Estados Unidos: se ha buscado mejorar ésta aunque con perjuicio de aquella. El año pasado por eso, y por las convicciones del Presidente y su partido, se favoreció la resolución generada por la diplomacia norteamericana (aunque Washington no aparezca en las tareas promotoras). Con mayor razón ahora al votar en relación con Cuba la delegación mexicana buscará ganar puntos en el vínculo con el gobierno de Bush, aflojado por la decepción del belicoso mandatario. Después de que México —y por cierto Canadá también— no consideró que para preservar su buena relación con Estados Unidos, y aun mejorar su calidad, fuera necesario seguirlo paso a paso en su decisión de atacar a Iraq, el gobierno ha buscado no insistir en lo que parece, y no es, una confrontación con el gobierno estadunidense. Ya hace dos semanas, en la propia Comisión de Derechos Humanos en Ginebra, el voto mexicano contribuyó a derrotar la ponencia que pretendía juzgar a Washington por la violación de los derechos humanos en Iraq.

Una tercera razón, la menos racional de todas, consiste en el resentimiento que priva en algunas esferas oficiales contra Cuba. Si bien el reemplazo de Ricardo Pascoe con la embajadora Roberta Lajous primero, y luego la salida de Jorge G. Castañeda —que había personalizado la inquina surgida en la relación con La Habana— contribuyeron a oxigenar una atmósfera que se había vuelto irrespirable, no se ha borrado un sentimiento de agravio en el gobierno de Fox. No se perdona a Castro haber exhibido al presidente mexicano al hacer pública la grabación de la célebre plática que expuso algunos de los defectos de ambos mandatarios, con mayor perjuicio entonces para el mexicano. “Ofendió a mi presidente”, he oido decir a un responsable de tomar decisiones en la materia, como uno de los factores de la actitud mexicana hacia el gobierno de la isla.

Pero, por encima de todo, el factor que permitirá a la delegación mexicana disminuir los rubores que acaso le causa el maniqueismo de insistir en la conducta cubana mientras se ignoran las violaciones a los derechos humanos surgidas del ataque a Iraq, unilateral y desprovisto de toda legalidad, es la actitud del propio gobierno cubano.

Las sentencias recientes contra opositores al régimen, que pone en prisión a 75 personas hasta por 27 años, y los fusilamientos de tres secuestradores de un lanchón, todo ello con base en formalidades legales propias de un estado de emergencia, cuyas condiciones no parecen actualizadas, han levantado una justificada ola de desaprobación al régimen cubano. Aplicar la pena de muerte tras juicios sumarísimos es una violación extrema de los derechos humanos, de suyo, y más en medio de una tendencia internacional a suprimirla. Al practicarla, Cuba queda en la paradójica situación de asemejarse a Texas, el estado del presidente Bush, que es la entidad norteamericana donde con mayor frecuencia se ha aplicado en los años recientes tal sanción abominable. Lo es dondequiera se la practique.

Cuando no se perdía aun la interlocución entre presidentes, Fox pidió a Castro suprimir de su legislación la pena capital. Había entonces una contradicción en la posición mexicana, pues no se había iniciado la enmienda constitucional que la eliminara de nuestro propia ley (lo cual ha ocurrido ahora, aunque se ha topado con la oposición priísta, en una actitud sobre la que volveremos). Y aunque, como es obvio, Cuba no está obligada a acatar las peticiones mexicanas, es claro que si una solicitud expresada en forma amistosa no es atendida y, al contrario, se camina en dirección opuesta, en torno de ese tema no estorba adoptar una actitud condenatoria.

Es seguro, pues, por esa suma de circunstancias, que el voto mexicano acompañe a la propuesta de Uruguay, Perú, Costa Rica y Nicaragua. Cabría, sin embargo, la posibilidad de que la posición mexicana se dejara ganar por la sensatez y volviera a la abstención. En este momento, señalar con el dedo a Cuba por violaciones a los derechos humanos significaría el gesto del perro de caza que se detiene ante la presa para indicar su posición y facilitar el disparo del fusilero. Ningún país, ninguno, haya sido o no catalogado como integrante del Eje del mal, está a salvo de la unilateral arbitrariedad norteamericana. Menos lo está Cuba. Y aunque Washington no requiere ni un pretexto para atacar, la resolución de Ginebra le ofrecerá uno inmejorable.

Deplorando las violaciones cubanas a los derechos humanos, México podría razonar su abstención.

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