Autoridad: Derecho y poder de mandar y de hacerse obedecer. Poder que tiene una persona sobre otra que le está subordinada.
Un fenómeno particular de nuestros tiempos es el ejercicio de la autoridad formal, sin tener una autoridad moral que la respalde. En otras palabras, el que tiene el poder lo ejerce, exigiendo a los subordinados conductas que él mismo no acata.
Viene a la mente aquella máxima que resume tantos vicios de autoridad presentes en nuestra sociedad, desde el sistema más elemental, hasta los grandes mandos de orden mundial: “Haz como te digo, no como hago”.
Los adultos de alguna manera nos vamos contaminando, y resulta difícil lanzar la primera piedra; tenemos cuestiones oscuras que nos sujetan la mano. En cambio los niños no tienen mayores dificultades para discriminar una cosa de otra, y emitir un juicio respecto a las acciones de una autoridad.
Días atrás informaba la prensa sobre la queja de padres de familia de una escuela primaria. Cierta maestra pretendía imponer severas medidas disciplinarias en sus alumnos; les prohibía ingerir su lonche en el recreo llegando al extremo de tirarlo al bote de basura.
Estas son las cuestiones de abuso de autoridad que se dan en nuestro tiempo, y que se han vuelto una pócima que tantas veces estamos obligados a tolerar por evitarnos un mal mayor. Para ejemplos hay muchos, ahora me viene a la mente el modo en que los conductores de vehículos de emergencia utilizan torreta y sirena para abrirse paso en las vías públicas cuando se dirigen a asuntos que no tienen nada que ver con las emergencias.
O el modo en que un jefe exige a sus subordinados una conducta que él mismo no está dispuesto a asumir ni a demandar de parte de sus colaboradores inmediatos.
En esta doble moral nos venimos manejando, dentro de un juego que en ratos se antoja perverso. Se espera que respondamos a los requerimientos de la autoridad formal de manera absoluta, aún cuando esta misma figura no se distinga por cumplir lo que pretende hacer cumplir.
Volviendo a nuestros niños y jóvenes en período de formación: Es ilógico que estemos exigiéndoles algo que nosotros mismos no acatamos; resulta a todas luces injusto, pero sobre todo, no ayudamos a establecer un marco referencial para su futuro comportamiento. Viene a mi mente el caso de un alumno que tuve tiempo atrás: el día cuando llegó a su mayoría de edad, el padre le hizo un gran regalo.
Esa noche, acompañado del grupo de amigos, y luego de haber ingerido algo de alcohol, fue a dar al sector del vicio para continuar la fiesta. Estando allí se topa con su propio padre, el cual protagoniza una gran escena recriminando al muchacho su conducta, además de que frente a sus amigos le hace saber que en ese momento le recoge el regalo que acababa de darle aquella mañana.
No es una historia bizarra de la televisión; es el doloroso capítulo en la vida de un muchacho el cual jamás entendió aquella doble moral: Estaba mal que él anduviera en aquellos sitios; tanto que su papá se adjudicó el derecho a recogerle un regalo que unas horas antes le dio, sin haber fijado condiciones para quedárselo. Además de que lo que el chico hace está mal, pero lo que el padre hace, con el agravante de tener una esposa a la cual afecta, está justificado. Y finalmente, la humillación de degradarlo frente a los amigos es algo que lo marcará por siempre.
Es el caso extremo de un conjunto de actitudes que nuestra sociedad ha de recetarse día con día, en muy diversas circunstancias. La exigencia de cumplimiento por parte de una autoridad formal, sin que haya de fondo una autoridad moral, o un liderazgo natural que se haya ganado el personaje que hoy detenta poder o mando, frente a quienes se planta como autoridad.
Los grandes vicios de nuestro sistema se han ido tejiendo desde la complacencia y la tibieza de nuestros propios hogares. Ahora bien, para destejerlos y rehacer aquella trama, habrá que empezar por las pequeñas cotidianeidades de cada día. Si no quiero que mis hijos fumen, primero yo no fumo. Si no quiero que tomen, primero yo me abstengo. Si pretendo que actúen respetuosos frente a otros, primero yo los respeto. Y así sucesivamente, enseñando con el ejemplo, mediante una actuación propia congruente con lo que pretendemos exigir. En nuestras manos de padres está la madeja de hilos para tejer el futuro del mundo.