Con particular deleite estoy terminando la lectura de una narrativa fantástica de la chilena Isabel Allende. En esta ocasión incursiona en lo que son las raíces indígenas que nos sustentan, y saca a la luz gota a gota la sangre propia, mezcla de misticismo, magia e imaginación. En “La Ciudad de las Bestias’’ encontramos una Allende renovada, que casa divertidamente lo abstracto y lo concreto en una gala de manejos iliterarios que transportan al lector a mundos inimaginables, para cuestionar el qué y el por qué de la vida.
Regalo de un muy querido amigo, este libro llega precisamente cuando se vuelve urgente revisar la vida y la muerte, en el contexto de un mundo violento y violentado. La amenaza de la guerra del milenio pende sobre nuestras existencias; danza de muerte, cuyo vaivén resulta en ratos precipitado por las voces que defienden una y otra postura de las dos naciones en conflicto: Irak y Estados Unidos. Naciones grandes y pequeñas van alineándose por propia convicción, por simpatía o simplemente orilladas por presiones económicas, a uno u otro lado de la mesa de negociaciones.
En el contexto de todos los días observamos que la violencia impacta cada vez más. Desde el que rebasa a la brava, o no respeta los señalamientos de tránsito; hasta los que se matan por un desacuerdo banal. Tal parece que pasamos del primer intercambio de palabras a la ofuscación, y de ésta a la descarga violenta en contra del otro. En cuestión de segundos el arma blanca o de fuego ha cortado para siempre una o más existencias, por un móvil que nunca será justificado.
En lo general parece que hemos perdido el respeto por la vida, hablando desde su principio hasta las etapas finales. Nos ha invadido una falsa percepción de que ésta es un cuento que puede leerse y releerse a voluntad. No estamos yendo a fondo para entender que una vez que escapa de aquel cuerpo, no volverá. Será una partida física absoluta, sin segundas partes o “secuelas”.
Hace escasos días hubo un dramático accidente en el cruce vial donde se ubica mi casa. Mecanismo que se repite con relativa frecuencia: Un vehículo que tiene alto no lo respeta, y el que tiene la vía libre conduce a alta velocidad. De suerte que el segundo impacta al primero y lo proyecta contra la pared de una casa habitación. De puro milagro no hubo pérdidas humanas que lamentar, seguramente la misma juventud que llevó a los protagonistas a actuar irreflexivamente, los protegió de lo que en una persona mayor pudo haber sido fatal. Durante las siguientes dos horas la mitad de la población pasó por el sitio del percance, informado por alguna telaraña informática misteriosa. A bordo de muchos y muy variados vehículos pasaban, se frenaban a evaluar la cuantía de los daños y la forma en que la grúa lograba sacar el vehículo impactado del jardín de la casa afectada. Unas cuantas horas después todo volvía a la normalidad; quedaba en el pavimento un gran montón de vidrios de los múltiples parabrisas involucrados en el accidente, y un poste a medio caer... Y ya los chicos otra vez volvían a tomar el crucero con la imprudencia que los previos, sin hacer alto.
De alguna manera nos está fallando enseñar a los niños, y a nuestros contemporáneos, y a las naciones, el respeto por la vida en todas sus manifestaciones. Desde el que se acaba la hamburguesa y la soda de lata que compró en el vecino país y deja los envases en la banqueta demostrando no entender el impacto ecológico que produce, hasta el que acaba de plomazos con el primero que dice o hace algo que no es de su parecer... Desde la chica que se saca el niño porque “dejárselo sería arruinar su futuro”, hasta el que, sabiendo que hay vida en ese ser, se preocupa más por las focas del Mar del Norte.
Nos está faltando el contacto con la naturaleza; recobrar la capacidad de asombro ante un atardecer que hace despliegue de encendidos escarlatas para invitarnos a creer que hay un Dios, que los milagros existen, y que no todo es azar. Despegarnos de los programas idiotizantes y asomarnos a ver por un momento la vida real que palpita por las calles, entre los niños, en la marcha claudicante del anciano que no ceja pese a sus limitaciones físicas.
Como Isabel Allende, crearnos nuestro propio “tepuí”, ciudad mágica en el interior de cada cual, para entender que la vida es sagrada, de valor inconmensurable, y no reciclable, más allá de las alucinaciones de los raelianos.