Hay momentos en que los acontecimientos en derredor nuestro nos llevan a refugiarnos en viejas memorias, como si evocarlas produjera un efecto de bálsamo para el conturbado espíritu. Estas dos semanas y media de una guerra lejana geográficamente, pero que en ratos parece venirse encima, provoca en cada uno de nosotros cierto grado de tensión. En lo particular las horas de vigilia son tranquilas, pero en los sueños viene toda una descarga de sensaciones que me han llevado a amanecer con el cuello como rompecabezas.
Y así por el estilo podremos hallar la forma en que el empecinamiento de dos líderes se ha convertido en una gruesa capa tóxica que pende sobre seis mil millones de almas.
En ratos como el actual, quisiéramos volver a aquellos espacios mágicos de la infancia en los cuales no había preocupaciones, y todo se resolvía en un abrir y cerrar de ojos. De la mano de la fantasía los elementos más cotidianos se convertían en abalorios mágicos que nos llevarían a otras dimensiones con la sola imaginación. Claro, ciertamente hubo gnomos y brujas maléficas, y capitanes de alguna sombría nave que se colaban en nuestras propias ensoñaciones, pero de todo aquello difícilmente guardamos memoria.
Una figura vívida de mi propia infancia fue Mila, una mujer sin edad quien ayudaba a mi madre en las labores domésticas. Si aún viviera, ayer hubiera cumplido algo así como noventa, pero sé que seguiría siendo la misma representación de la alegría de vivir. Cómplice de mis travesuras de niña, como alguna vez que me saqué siete pollitos en una rifa, y decidí volverlos paracaidistas, lanzándolos desde un segundo piso atados a los pañuelos de mi señor padre. Mila me descubrió de inmediato; hasta me atrevo a suponer que seguía divertida mi travesura a hurtadillas. Claro, luego de aterrizar el séptimo pollito sobre la acera del frente de la casa, aparecería con una cara de enojada que nunca supo sostener, me llamaría la atención, y correría por las escaleras para rescatar a los maltrechos voladores, lavar y planchar de inmediato los pañuelos, y actuar como si nada hubiese pasado cuando llegara mi mamá a mediodía.
Mila llena buena parte de mis espacios mágicos, y siempre ha estado presente con su alegría constante y su risa fácil. En aquellos ratos cuando me torno circunspecta ante el mundo, siento un leve roce suyo en mi hombro como diciendo “diviértete, que la vida es corta”.
Ella fue perdiendo fortaleza física, y su vista se cansó de tanto ver, sin embargo seguiría recibiéndome con igual gozo que cuando era pequeña y corría a refugiarme en su almidonado delantal. Un día se apagó calladita; sin hacer ruido, su espíritu acabó de desprenderse de su anclaje físico y partió. Aquel cinco de abril cuando llamé para preguntar por ella y me informaron sobre su deceso, no pude sentir tristeza, pues sé que partió sin cuentas pendientes, y que aún me regala su risa cuando pasa un vientecillo juguetón a mi lado.
En estos ratos de incertidumbre mundial, en tanto evoco mis espacios mágicos de niña, aparece mi nana con su piel morena, su cabello con “la permanente”, como ella misma diría, y su risa fácil. Es entonces que sé que nada puede ser tan grave, y sigo prendida de la esperanza.
Ahora bien, me pregunto: ¿Tienen nuestros niños un espacio mágico a donde correr a apagar sus inquietudes? ¿Estamos trabajando por proporcionarles los elementos que los guarden del abatimiento cuando por todos lados se les satura con titulares de odio y muerte?
El chico necesita ciertamente un espacio de paz y creatividad; un tiempo para ser él, para sentirse importante y amado. Un momento para divertirse “como niño”, cuando la sociedad lo está forzando a asumir un papel de adulto chiquito, en un afán de acelerar su maduración artificialmente.
Habría que preguntarnos con qué frecuencia sonreímos, o sabemos reírnos de nosotros mismos. Qué tan seguido nos sorprenden tarareando una canción. Con qué periodicidad nos ponemos a hacer aquello que realmente nos apasiona, al grado de desconectarnos del resto del mundo por un rato.
Habría que cuestionarnos si gozamos la vida, o simplemente vivimos. Si sabemos –como Mila- ser un poco niños y divertirnos... Para que al morir nosotros quede un legado de risas en el ambiente, que pueda alegrar los ratos sombríos de quienes amamos. Que finalmente, como ella me susurra al oído de vez en vez, cuando la oigo pasar cerca de mí, la vida es muy corta, y hay que disfrutarla.