Vida y muerte: Los dos polos de la eterna dialéctica en que se mueve el individuo desde que toma conciencia de sí mismo.
Dentro de los mecanismos de defensa que utilizamos en esta vida, uno de importancia es la negación, particularmente en lo que se refiere a la muerte. Como si el no hablar de ella, o inclusive el desafiarla, fuera a espantar esa aguda realidad de nuestro camino, convirtiéndonos mágicamente en seres inmortales.
Hace escasos momentos, cuando encendí la hornilla de la reflexión venía yo saboreando una imagen fresca de algo que acababa de ver. En el exterior del edificio de la Cruz Roja se hallaban ocho chiquillos de entre ocho y 12 años, quienes toman un curso de Primeros Auxilios que recién acaba de iniciar en esta ciudad fronteriza.
El socorrista encargado los tenía en línea y les daba órdenes para tomar distancia, avanzar en una dirección, o hacer alto. Las caras de todos los aprendices denotaban concentración y voluntad; se veía reflejada una meta la cual estaban dispuestos a alcanzar.
Ello me hizo transportarme mentalmente a finales de los años setentas, cuando llevé a cabo mi servicio social en la Benemérita Cruz Roja en la ciudad de Torreón. Parece que escucho como si fuera en este momento las claves con que los socorristas establecían comunicación a través del radio de banda civil. La clave que no queríamos escuchar era el ?catorce?, que indicaba que los servicios médicos ya no iban a requerirse para el herido que traía la ambulancia.
Dentro de ese período también me tocó participar en cursos con niños y jóvenes, y la dedicación que ponían en aprender sencillas técnicas de salvamento, es la misma que vi esta mañana, mientras el socorrista los conminaba con un ?Distancia, firmes?.
Es altamente positivo para una comunidad empezar el proceso estimativo de la salud y de la vida desde las primeras etapas. Hace un par de tardes me topé con un cuadro que hoy pretendo exorcizar de mi mente: Una mujer joven conduciendo una vagoneta. La mano derecha en el volante, la izquierda sosteniendo un celular a través del cual hablaba animadamente, con el codo recargado en el marco de la ventana.
En su regazo (por supuesto sin ningún tipo de sujeción), un pequeño que apenas se sostenía sentado, y en el asiento del pasajero asomaban otras dos cabecitas de niños no mayores de cuatro años, igualmente sin ninguna sujeción. Si la señora condujera en medio del desierto de Cuatrociénegas, o por el puente de Colombia, Nuevo León, es difícil que llegara a tener un imprevisto y que la perdiera el control de la unidad saliera. Pero la mujer iba por una calle de relativa alta circulación, expuesta a que un sinfín de elementos lleguen a entorpecer su desenfadado modo de conducir.
Volvió a mi mente en ese momento una serie de imágenes de niños que han llegado al servicio de urgencias, algunos muertos, otros con importantes lesiones que provocan gran dolor. Ahora evoco un chiquillo de nueve años de nombre José Guadalupe, que al momento de salir disparado de la unidad y chocar contra el pavimento, se fracturó varias costillas y se perforó un pulmón.
Posiblemente debiera yo hacer una relatoría cruda y minuciosa de los tantos pequeños que andan pagando la irresponsabilidad de sus cuidadores con una cuota de dolor, angustia, y quizás hasta la vida. Las personas que suponemos están sobre el planeta para cuidarlos asumen conductas irreflexivas y enanas que pueden arrancarles a los hijos para siempre, por un absurdo descuido.
En los hombros de esos ocho chiquillos que iniciaban su entrenamiento vi descansar una buena parte del futuro de México. Ojalá que haya más cursos de sensibilización; ojalá que acudan más pequeños. Ojalá que más instituciones educativas asuman la responsabilidad de formar ciudadanos con un alto sentido cívico, iniciando por los seres humanos que en un futuro tengan a su cargo como adultos.
Imágenes como éstas, que nos muestran que tener conciencia de nuestra condición de mortales es una herramienta importante para aprender a cuidarnos y a salvaguardar a quienes tenemos bajo nuestra tutela, es una sabia manera de asumir la vida y la muerte.
Hoy cuando recordamos a nuestros fieles difuntos y nos reímos de la muerte por un día, es buen momento para empezar a tomar las cosas en serio los restantes trescientos sesenta y cuatro días del año.