Destinos
Hace unas cuantas horas se desintegró totalmente en el espacio el Transbordador Columbia con siete tripulantes a bordo. A escasos minutos de arribar a su destino en Cabo Cañaveral, por razones que hasta el momento de elaborar la presente no se han podido determinar, la mole virtualmente se desintegró, convirtiendo en polvo a sus pasajeros, entre los cuales se encontraba Ilan Ramón, primer israelí en viajar al espacio.
Desde 1986, cuando el Challenger -coincidentemente- también con siete tripulantes, se convirtió en una masa de llamas a la vista de cuantos seguían su trayecto cuidadosamente, no se recuerda una tragedia de igual magnitud. Sí podemos recordar de misiones que se postergan por un tiempo o indefinidamente, debido a fallas en el programa de lanzamiento. Seguramente estas medidas de extrema seguridad han proporcionado un mínimo índice de accidentes.
Nos unimos a la pena que en estos momentos se vuelca como una sombra tanto en Oriente como en Occidente, cuando se lloran los hijos, padres, esposos, hermanos o amigos. De sobra es sabido que son oficios de alto riesgo para la vida, pero la propia condición humana lleva a sentir que de alguna manera hay una pátina de invulnerabilidad que cubre a los seres amados, aún en empleos muy peligrosos.
Lo anterior nos lleva a todos a una reflexión: En un segundo siete cuerpos se convirtieron en polvo por efecto de la explosión; dramática manera de poner en evidencia nuestra definitiva condición perecedera en el contexto del Universo. No habrá un montículo a donde ir a llorar los restos mortales de los astronautas; no podrá más que guardarse la imagen del ser amado. Sin embargo cada uno de ellos ha cumplido con su misión, y se traslada ahora a una dimensión que no logramos abarcar con nuestro entendimiento.
Para cada uno de nosotros existe un momento cuando la vida termina; un plazo impredecible cuando hay que partir. Ya sea a través de un largo proceso de revisión personal en una enfermedad, o bien en un instante... en ambos casos sabemos que es un momento impostergable dentro del concierto de momentos que tiene la vida sobre la Tierra.
Ahora bien, puesto que no conocemos la duración final de nuestra existencia, cabe la pregunta de si la estamos aprovechando de la mejor manera. Si realmente ponemos a trabajar todos nuestros talentos en la consecución de una satisfacción personal haciendo cosas que colateralmente benefician a quienes nos rodean. O si sólo vemos pasar la vida, cubriendo diariamente la cuota de mínimo esfuerzo para justificar que estamos vivos, pero sin poner un ápice más allá y verdaderamente llevar a cabo algo trascendente.
Cada etapa que se vive va teniendo lo suyo muy propio. De niños nos parece que el tiempo es eterno, y la vida inagotable. De jóvenes suponemos que las cosas pueden pasar a otros, mas no a nosotros. En la primera adultez nos vemos frente a un lienzo blanco; comenzamos a dar forma a nuestros bocetos juveniles ya en serio, dispuestos a consolidarnos en el tiempo.
En la segunda adultez comenzamos a ver para atrás y a preguntarnos en qué momento han pasado tantos años, y nos cuestionamos qué hemos hecho con todo ese tiempo. Ahora volvemos la vista al frente, y tratamos inútilmente de calcular la longitud del tiempo que aún nos corresponderá vivir. Nos llena un sentimiento de alegría por estar vivos y con una salud aceptable, pero a la vez nos invade cierta incertidumbre con relación al futuro. La máquina comienza a mostrar signos de deterioro por el uso o abuso de los años previos, y nace la inquietud.
La tercera edad viene con su cohorte de achaques, y una buena dosis de serenidad para acogerlos, tolerarlos y sublimarlos. Se ve la vida como en una panorámica; elementos que antes provocaban ansiedad van convirtiéndose en piezas con las que se familiariza cada adulto mayor, y en cierto modo se recobra cierta paz que se tuvo cuando niño.
Conocer cada cual su destino y su final, resultaría contraproducente. Nos llevaría al abatimiento, al exceso de confianza, y finalmente a no valorar el tiempo como lo hacemos hoy en día. El elemento sorpresa que en ratos como este día pareciera ingrato, nos da sin embargo la ocasión de valorar cada día como si fuera el último, con la oportunidad de poner todo el entusiasmo en vivirlo, y la humildad cada atardecer para dar gracias al cielo por llegar al ocaso una vez más, con la promesa de un nuevo amanecer.