La fórmula suena espléndida, pero es prácticamente imposible. Desarrollar una política sin costos, con altos beneficios y una fuerte dosis de protagonismo, simple y sencillamente no es posible.
Sin embargo, se insiste en la idea y, así, se están llevando al traste los grandes proyectos nacionales que, supuestamente, serían el manjar de la segunda mitad del sexenio.
Por si eso no bastara, al juego se ha agregado un ingrediente en extremo peligroso. De esos proyectos, se ha hecho un fetiche. Si no hay reforma fiscal, el país va al desastre. Si no hay acuerdo migratorio con Estados Unidos, la relación bilateral es imposible. Si no hay reforma eléctrica, no hay crecimiento. Si no hay reforma laboral, no hay competitividad. El juego es de una enorme perversidad y, absurdamente, la única herencia que va a dejar es incrementarle el costo al próximo gobierno sin importar qué fuerza lo encabece.
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Hasta hace un par de meses, los indicios apuntaban en la dirección de asumir el costo de las reformas estructurales lo antes posible para dejarle al próximo gobierno un mayor margen de maniobra y una herencia lo menos pesada posible. A partir de esa idea, se entendía que el gobierno y las fuerzas políticas aportarían sus respectivos granos de arena y asumirían los consecuentes costos porque, al final, la ganancia política sería compartida entre las propias fuerzas políticas y el país desde luego. La lógica era simple. Había que favorecer los acuerdos necesarios para que, aun cuando en una primera instancia se presentaran como costos, el resultado dejara en claro que se trataba de una inversión política.
El mandatario le daría un contenido de fondo a la alternancia y las fuerzas políticas entrarían, en su momento, a competir por el poder en mejores condiciones. Ahora, sin embargo, aparecen de nuevo los indicios del juego aquél donde todo se reduce a endosarle el costo a quien se deje y, si no se puede hacer esa factura, cargarle todo el costo al país. Lo más impresionante de ese juego es -como se apuntaba- convertir esas reformas y el acuerdo migratorio en un fetiche, en un objeto de veneración insustituible. Ese discurso se mantiene y, conforme pasan los días, las complicaciones dejan ver que probablemente no habrá reformas ni acuerdo alguno.
Con todo, la expectativa se sigue inflando e inflando pero ni el gobierno ni los partidos políticos reparan en lo absurdo que es alentar ese discurso cuando la operación política corre en sentido contrario. Así, como si los tres primeros años del sexenio no hubieran dejado en claro que la generación de expectativas sin respaldos objetivos y sólidos sólo produjo la parálisis política y el empantanamiento económico, se vuelve de nuevo al mismo esquema y, peor todavía, a la cargada agenda se agregan y agregan asuntos.
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El mismo Presidente de la República que, supuestamente, había resuelto modificar su conducta política, juega sin querer o adrede a sabotear la reforma que considera imprescindible. De noche, en un foro importante pero no indicado, abre de un golpe y sin tenerlos amarrados los lineamientos de la reforma fiscal. Obviamente, la reacción opositora no se hace esperar.
Qué necesidad tenía el mandatario de sacar del horno una negociación cuando todavía no estaba en su punto de cocimiento, es un enigma cuya única explicación posible deriva de la imprudencia, la falta de oficio político y la incapacidad de contenerse frente a los micrófonos. Acto seguido, la coordinadora de la fracción parlamentaria del PRI, Elba Esther Gordillo, reconoce que ciertamente esas líneas de acción están planteadas en la negociación de la reforma fiscal pero subraya que no hay ningún acuerdo amarrado de por medio.
El jefe del gobierno capitalino, Andrés Manuel López Obrador, se manifiesta a favor de la reducción del Impuesto al Valor Agregado pero en contra de su aplicación a alimentos y medicinas y, entonces, los minúsculos pasos que se habían avanzado en dirección del acuerdo se vienen atrás. Lo impresionante del asunto es que, justamente, el principal interesado en sacar esa reforma, el presidente Vicente Fox, sea quien la vulnere.
Si el mandatario jugó a demostrar que era él y nadie más que él quien estaba logrando darle concreción a la reforma, se fue de boca y ahora queda como responsable de haber complicado lo que debería facilitar.
Y, quizá, por ese afán protagónico del mandatario, muchos de sus colaboradores están preocupados con la gira que emprenderá al Lejano Oriente el próximo lunes. Si, como en otras ocasiones, el jefe del Ejecutivo cae en la tentación de presumir afuera lo que todavía no tiene asegurado dentro, no es descartable que la atmósfera se enrarezca y se aleje la posibilidad de concretar las reformas.
Sin querer o adrede, la precipitación presidencial del miércoles ante la Coparmex deja ver que el mandatario quiere colgarse una condecoración al pecho por una acción política que no ha concretado y, por lo mismo, deja ver que no tiene el menor deseo de asumir los costos que, por fuerza, le tiene que dejar la negociación de las reformas.
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El problema de entorpecer la reforma fiscal, por la vía de incurrir en imprudencias, es que de la mano de esa reforma viene el Presupuesto de Ingresos y egresos y, entonces, cuanto más tiempo se tome la reforma fiscal, menos tiempo tendrá la reforma eléctrica que en la línea del discurso oficial es tanto o más importante que la fiscal. Si la reforma fiscal no es producto de una operación rápida y concertada, obviamente, la negociación del presupuesto será otro dolor de cabeza y, entonces, la política del chantaje, del canje o del secuestro encontrará espacio en la negociación de la reforma eléctrica. Una reforma que, conforme pasan los días, se ve cada vez más complicada.
Ante esa otra reforma el PRI está dividido, como lo ha estado desde el primer momento en que se habló del asunto. Sin embargo, el priismo sigue en la idea de mantener la unidad a toda costa, sin tomar nota de una realidad cada día más evidente: el PRI no es el espacio donde puedan cohabitar todos los que dicen estar dentro. Saben que el PRI está fracturado desde hace mucho tiempo, pero creen que mientras tengan los pedazos en la mano, el partido no se puede declarar roto.
La mención del nombre de Manuel Bartlett atemoriza a cuanto senador tricolor, incluido Enrique Jackson, se ha pronunciado a favor de la reforma eléctrica. Saben que la reforma eléctrica es necesaria, pero se mueren del susto si Bartlett sube la voz y los regaña. Vamos, ni siquiera quieren asumir el minúsculo costo de que Bartlett y la banda que lo acompaña voten en contra de la reforma eléctrica. Si Bartlett y compañía votan contra la reforma, el PRI ni va a empeorar ni va a mejorar su situación.
Y, en ese punto, los perredistas que ahora ven en quien les robó la elección presidencial del 88 a su mejor escudero, ideólogo y electricista, deberían tomar nota de que, si bien el corto plazo los puede dejar parados como los héroes del nacionalismo, a la postre los va presentar como una izquierda vieja y anquilosada, incapaz de enderezar un discurso moderno, propositivo y diferenciado de la peor estirpe tricolor.
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En cuanto al PRD, lleva años diciendo qué no quiere, pero muy poco tiempo le ha dedicado a decir qué sí quiere. El discurso de la negación le resulta rentable por cuanto que lo afilia a la defensa de los intereses populares, pero más de un perredista sabe que ese discurso a la postre lleva al despeñadero al país. Está contra el endeudamiento del país, pero lo endeuda.
Está contra la dependencia del país, lo hace más dependiente. Está por la defensa del trabajo, pero resiste la creación de empleos... En el corto plazo, esa postura le es cómoda y rentable... mientras se mantenga la idea de que el perredismo está destinado a ser eternamente oposición. Desde esa perspectiva, del oposicionismo el PRD está haciendo su vocación y oficio. En cambio, si el perredismo está considerando seriamente las posibilidades de Andrés Manuel López Obrador como posible presidente de la República, tendría que encarar la necesidad de asumir costos y hacer verdaderas inversiones políticas.
Como van las cosas, la popularidad del jefe del gobierno capitalino es toda una esperanza para ese partido pero la gobernabilidad del país va para abajo. Si Andrés Manuel llega con esos índices de popularidad a la contienda electoral, lo que va a ganar es un aparato de gobierno sin margen de maniobra alguno. A Fox ya le ocurrió eso y, entonces, el perredismo tendría que mostrarse mucho más serio en su ambición de poder y en su visión de país.
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En todo caso, si en cuestión de días la clase política no abandona la idea de que es posible poner en práctica una política sin costos, con grandes beneficios y una fuerte dosis de protagonismo, el desastre que van a armar será la única certidumbre que construyan. Frente a eso, lo único que se puede pedir es que al menos abandonen la idea de hacer de las reformas y el acuerdo migratorio un fetiche y una profecía. No vaya a ser que ese discurso de que el país se va al precipicio si no hay reformas y acuerdo, se les vaya a hacer realidad.
La política es un juego, sí, de beneficios pero inexorablemente supone costos. Es hora de que Vicente Fox y sus operadores tengan que asumir esos costos y bajarle al protagonismo que, en el fondo, distorsiona la acción de gobierno. Es hora de que los partidos políticos disminuyan al menos la política de viudas que busca hacer negocios sobre los errores del adversario. Es hora de tomarse en serio el país, a menos que de los escombros quieran hacer su botín.