SLa República de Cuba, tan frágil desde su nacimiento, tan resueltamente lanzada en busca de su independencia real hace apenas medio siglo, se duele con razón de la cárcel injusta que el gobierno de Washington ha impuesto a cinco de sus hijos, en la Florida. Y sin embargo, en una terrible semejanza —y peso con cuidado las palabras terrible semejanza—, está imponiendo penas de prisión al pensamiento, a la libertad de expresión, al condenar en juicios sumarísimos a 15 disidentes, de las decenas de cubanos que discrepan del régimen revolucionario, detenidos en marzo pasado.
En Panamá purgan penas de prisión cuatro cubanos acusados de terrorismo. Luis Posada Carriles, Gaspar Jiménez Escobedo, Guillermo Novo Sampoll y Pedro Ramón Rodríguez. En buena hora la justicia panameña los procesó por delitos contra la vida, pues entre otros de sus delitos intentaron asesinar al presidente Fidel Castro. No lanzó éste su maquinaria opresiva, dirían sus enemigos, contra quienes quisieron matarlo. Los descubrió un gobierno ajeno que conforme a sus leyes los sometió al debido proceso.
No es ese el delito de los presos de la Florida y de Cuba a los que hoy me refiero. Hace cuatro años y medio están en prisión Gerardo Hernández, Ramón Labañino, Antonio Guerrero, Reynaldo González y René Guerrero. Se les detuvo en Miami conforme a unas Medidas Administrativas Especiales, para “evitar que se revele información clasificada”. Encarcelarlos por ese motivo es una involuntaria forma de autoincriminación, pues los cinco actuaban en las asociaciones extremistas de exiliados, en busca de información política que permita a La Habana asumir posiciones frente a esas agrupaciones, las más de las cuales han lanzado ataques armados de diverso tipo y alcance contra el gobierno de la isla. No ofendieron ningún interés directo de los Estados Unidos, ni eran espías en pos de datos de inteligencia concernientes a la seguridad nacional norteamericana. Y sin embargo, se les ha detenido en forma tal que a la prolongación de su encarcelamiento se agregan atentados contra sus derechos humanos, como la inaplicación de la quinta enmienda constitucional norteamericana, que obliga al debido proceso legal; la sexta enmienda, que permite la asistencia efectiva por parte de un abogado; y la octava enmienda, que prohíbe castigos crueles e inusuales. No es la primera vez, como ocurrió a lo largo de todo marzo, que se les somete a un aislamiento en bartolinas conocidas como “el hueco”.
El primero de abril, la Asamblea Nacional del Poder Popular de Cuba emitió un llamado a la solidaridad con estos cinco presos cubanos. Ese órgano del poder legislativo cubano, cuyos miembros son elegidos por voto popular, denunció que “el gobierno de Estados Unidos, en marzo de 2003, ha repetido los métodos y técnicas que ya empleó antes para hacer imposible un juicio justo, que es precisamente la cuestión fundamental que la Corte de Apelaciones de Atlanta debe considerar . Esta es la mejor prueba de que esa Corte debería anular la farsa de Miami y disponer la liberación de los cinco prisioneros. Es necesario multiplicar e intensificar la solidaridad ahora que contamos con esta prueba adicional de la conducta dolosa del gobierno norteamericano”.
Eso hago ahora: expreso mi solidaridad con los cinco cubanos presos en la Florida. Pero de nada valdría esa actitud si no la practicara lo mismo respecto de las decenas de detenidos en Cuba a mediados de marzo. En tres semanas se han emitido ya las primeras sentencias, que pudieron ser hasta de cadena perpetua según la desmesurada petición de la fiscalía, pero que en algunos casos llegan a más de un cuarto de siglo. Los condenados no infirieron daño material alguno a instalaciones públicas o bienes privados, es decir no han cometido sabotaje, ni privaron de la vida a nadie, y no intentaron hacerlo. Se les ha condenado por delitos de opinión o de difusión, conforme a reglas que protegen la seguridad nacional y por ello inhiben las libertades personales cuando con su ejercicio puede favorecerse a los Estados Unidos. Varios de los sentenciados lo fueron por haber mantenido contacto con la oficina de intereses norteamericana, que con intermitencias ha funcionado en la capital de Cuba.
Omar Rodríguez Saludes fue sentenciado a 27 años de prisión, Víctor Arroyo Carmona a 26, Normando Hernández González, Héctor Palacios Ruiz y Pedro Pablo Álvarez Ramos a 25 cada uno; Raúl Rivero, Óscar Espinoso Chepe, Marta Beatriz Roque Cabello, Ricardo González Alfonso y Héctor Maseda Gutiérrez a 20 años cada uno; Osvaldo Alfonso Valdez, Marcelo Cano Rodríguez y Regis Iglesias Ramírez, a 18 cada uno; y Marcelo López Bañobre y Julio César Gálvez Rodríguez, a 15 cada uno. Mientras se escriben estas líneas y en el momento en que están delante de los lectores, otras personas pueden haber sido ya sentenciadas, hasta cubrir el número de 79 casos que se ventilaban en un tribunal habanero.
No es un recurso de propaganda autoritaria el que ha esgrimido por décadas el gobierno de La Habana respecto de las condiciones que el bloqueo norteamericano impuso a su régimen y por consecuencia a la sociedad cubana. No es argumento baladí el que otorga una primordial importancia a la seguridad nacional, conocidas como son las asechanzas contra el gobierno castrista. Pero su supervivencia no está en riesgo por la creciente disidencia, que se atiene a reglas mínimas de convivencia para desarrollarse. Si La Habana no es Washington, que no lo parezca.